miércoles, 23 de enero de 2013

La segunda muerte de Paulino Barreiro - Sonia Otamendi


LA SEGUNDA MUERTE DE PAULINO BARREIRO

 LA CARTA
Parado en medio de la habitación vacía, sujetándose la barbilla con la mano derecha, miró a su alrededor. En la sala sólo quedaban los restos deshilachados de algunos cortinados en las ventanas que daban a la calle. En las paredes, que fueran blancas, se veían las marcas donde habían estado colgados los retratos de los antepasados. También había una silla, rústica y maltrecha, deslucida como si hubiera permanecido mucho tiempo a la intemperie, un poncho doblado colgando del respaldo, y a su lado, una pequeña mesa. Sobre la mesa, una caja de madera fragante y oscura que estaba cerrada.
Dio algunas indicaciones a los  hombres que cargaban los bultos en la carreta para transportarlos al puerto. El barco que los llevaría salía a mediodía. Junto a la puerta cancel, estaba la petaca de cuero que había acompañado a su abuelo a lo largo de las campañas, - la que desde siempre supo que sería para él - y en la que ahora guardaba sus recuerdos más queridos.
Recorrió la casa por última vez. Salió al patio, a la fragancia de los jazmines. Pensó que era una lástima no poder conservar los olores, guardarlos como se guarda un secreto y llevarlos consigo. Cortó unas florcitas y las puso en el bolsillo de su chaqueta, sobre el corazón. Dio una larga mirada al viejo limonero, a los postes por los que trepaba la madreselva y a los tiestos de helechos de la galería. Miró las baldosas gastadas por tantas idas y venidas. -Quién sabe si volveré alguna vez-, pensó y atravesó la casa cerrando las puertas a su paso. Salió a la calle.

Después de controlar que la carga estuviera bien amarrada, mandó traer la petaca. Recomendó a  los hombres que la trataran con mucho cuidado.  Les indicó que la entregaran personalmente al capitán del barco junto con el sobre que sacó de su bolsillo. Se quedó parado, la espalda contra la pared, mirando cómo la carreta avanzaba a los tumbos en dirección al río, hasta que dobló en una esquina y ya no pudo verla. Entonces entró nuevamente a la casa, trancó la puerta de entrada, atravesó el zaguán y ya en la sala, arrastró la mesa y la silla junto a la ventana y extrajo de la caja de madera varias hojas de papel, una barra de lacre, una vela, un sello,  un frasco de tinta y una pluma, y se puso a escribir.
Cuando llevaba media página escrita se detuvo a leer, y rompió la hoja minuciosamente para recomenzar. Le llevó largo tiempo y varias veces desechó lo escrito, hasta que finalmente pareció estar conforme. Se levantó, guardó pluma y tinta nuevamente en la caja, encendió la vela e hizo que el lacre derretido fuera cayendo sobre el papel prolijamente doblado.  Iba a poner el sello, pero su mano se detuvo. La metió en el bolsillo de la chaqueta y usó una moneda. Guardó los elementos nuevamente en la caja y la envolvió en el poncho.
Después juntó  los trozos de papel y fue hacia el fondo. Puso los papeles sobre las brasas del fogón y sopló hasta que surgió la llama. Se quedó mirando el fuego sumido en sus pensamientos. Quien hubiera podido leer en su expresión, sería quizá el único capaz de conocer un secreto que se llevaría a la tumba.
Había escrito una carta cuyo contenido seguramente conocería sólo el destinatario.




SEPTIEMBRE DE 1840

Se hizo silencio cuando el joven entró a la pulpería con paso firme y decidido. Los ojos verdes, casi amarillos, resaltaban en la cara oscura de quien permanece mucho tiempo a la intemperie y contrastaban con el pelo negrísimo. Alto, ancha la espalda, las piernas combas como de domador, de hombre de a caballo, sin duda alguna. Las botas inglesas pisaban fuerte  el suelo de tierra apisonada. Vestía pantalón y chaqueta de paño oscuros, camisa de  seda blanca, chaleco de pana rojo. En la solapa, lucía la divisa punzó, y asomaban unos jazmines mustios del bolsillo de su chaqueta. Atravesó el salón. La lonja del talero, que llevaba  colgado del  mango  del cuchillo de plata,  atravesado en la cintura, golpeaba su pierna con un leve chasquido al compás de su paso. Fue  a acodarse en silencio en el mostrador. Cuando el pulpero se acercó, le pidió una caña que bebió de varios tragos, pero sin pausa. Dejó unas monedas sobre la tabla y se dio vuelta, los codos siempre apoyados. De   frente a los paisanos,  los miró uno a uno a los ojos largamente. Su actitud, sin embargo, no era de ningún modo provocadora. Era evidente que buscaba a alguien. Los hombres que estaban reunidos allí, le devolvieron la mirada. Había algo en él que los desconcertaba. Pero cuando se volvió y pidió otro trago, los parroquianos volvieron a hablar y siguieron en lo suyo.
- Busco a Gabino Arce - dijo al pulpero - ¿es aquél que está en el rincón, ¿no es cierto?
El pulpero asintió. El joven sacó otras monedas del tirador, las puso sobre el mostrador y con el vaso en la mano se dirigió al hombre.
-  ¿Gabino Arce? – preguntó.
-   Para servirlo. ¿Con quién tengo el gusto?
-   Martiniano Ponce – dijo el joven y le tendió la mano.
El hombre se la estrechó. Mano de niña, pensó mientras lo miraba y se decía que esas manos, tan suaves, nada tenían que ver con la apariencia criolla del muchacho. - Nunca ha de haber echado un pial - pensó.
-  Usted dirá – dijo después.
-  Me han dicho, –  dijo el joven – que  usted  goza  de la confianza del  Restaurador.
El hombre se tocó la vincha colorada que ceñía su frente y se irguió en el banco.
- Le han dicho bien – contestó orgulloso - si gusta sentarse...
-  Bien, - prosiguió el joven – si el Restaurador confía en usted, yo también  puedo
confiar. Me han pedido que le entregue un mensaje para que usted se lo lleve, que debe ser hoy mismo me dijeron, que es urgente. Se  trata de la vida de Paulino Barreiro, - agregó bajando la voz.
El joven notó una reacción en la cara de Arce cuando mencionó a Barreiro.
- ¿Don Paulino, del pueblo de los Quilmes? -preguntó – Puede darme el mensaje. ¿Qué le anda pasando a don Paulino? 
- Anda en apuros y pueden ser mayores. Por eso hace falta que le haga llegar hoy mismo este documento a don Juan Manuel. Es cosa de vida o muerte. - y le alcanzó un sobre lacrado que Arce tomó e hizo girar en sus manos.
-¿Y de parte de quién? - preguntó.
- No puedo decirle más – contestó el joven - ni yo mismo lo sé. Me dijeron que buscara a  Gabino Arce, que era hombre de la confianza del Restaurador, y que le pidiera que él mismo  le hiciera llegar este documento a don Juan Manuel a Palermo, o adonde estuviera, que usted sin duda iba a saberlo. – Es una cuestión de vida o muerte para Paulino Barreiro, y esta misión sólo puede cumplirla  Arce. Así me dijeron. No sé más. Yo ni siquiera lo conozco a Barreiro.
- Es un valiente – dijo Arce – yo lo vi pelear cuando las invasiones, lo vi pelear como un tigre contra el inglés. Don Juan Manuel va a tener  hoy mismo esta carta, joven. Quede  tranquilo.
-  Me voy tranquilo, pero antes déjeme invitarlo a un  trago. Le hizo una seña al pulpero pidiéndole una botella y fue él mismo a buscarla. La llevó a la mesa y sirvió dos vasos generosos.
-  Por la misión - dijo Arce levantando el vaso.
-  Por la misión – contestó el joven, tomó un largo trago y dejó el vaso sobre la mesa – Tengo que irme ya – dijo – me están esperando.
Los dos hombres se levantaron y salieron a la calle de tierra,  al fresco de la noche. Un intenso olor a madreselvas impregnaba el aire.  El joven miró las estrellas, caminó hacia el palenque y desató el alazán. Sacó el poncho  que guardaba bajo el cojinillo, y se lo puso - ha refrescado pero va a llover – dijo, mientras ajustaba la cincha. Montó  ágilmente y se volvió hacia Gabino Arce que lo había acompañado. Levantó el talero a la altura de los ojos, dio la vuelta y no necesitó castigar al animal que salió al galope hacia el norte.
Arce se llevó la mano a la vincha y se quedó mirándolo alejarse. – Lindo pingo, buen galope, ha de ser veloz como el rayo, y el mozo  monta bien, pero no son manos de criollo - volvió a pensar.
Cuando dejó atrás las últimas casas del poblado, el joven enfiló hacia el río y por un largo rato galopó sobre la arena mojada, brillante bajo  la luz de la luna.
Habría andado una legua ya, cuando sofrenó el caballo, miró hacia atrás y lanzó una inmensa carcajada que retumbó en la noche y se llevó el viento que había empezado a soplar.
- Adiós, Paulino Barreiro, - dijo en voz alta.
Aflojó las riendas y el alazán salió al tranco. Entonces, el joven Juan Montiel se arrancó la divisa punzó y la arrojó al río, que la devolvió mansamente a la playa. Volvió a mirar el cielo, y vio venir unas nubes tenues del lado del sur. - Va a llover – pensó. Después  retomó la marcha a media rienda, hasta el sitio cercano donde encontraría al hombre que lo iba a cruzar al Uruguay.         

LA MISIÓN      
   
Arce volvió a entrar a la pulpería y se sentó en su rincón. Mientras bebía, acariciaba el sobre y se preguntaba cuál sería su contenido.
Cavilaba. Don Juan Manuel no quería verlo, se había enfurecido con él por un error, una pequeña equivocación, una insignificancia, - Arce no quería recordar siquiera el episodio, - y le había prohibido presentarse ante él, si no lo llamaba expresamente. Él hasta ahora  había obedecido. Don Juan Manuel era muy estricto: cuando daba una orden debía cumplirse al pie de la letra. Hacía dos largos meses que no lo veía. Claro que en  este caso era diferente, era una misión. Se sirvió otro trago para darse fuerzas. El joven... ¿Ponce?, ¿Pedriel? Ponce, sí.  El joven Ponce se lo había dicho. Era una misión, le había dicho, y sólo él, Gabino Arce, podía llevarla a cabo. Volvió a mirar el sobre. La letra era grande y clara. No sabía leer, pero en cambio se expresaba con propiedad.
Había pasado su infancia en una estancia de Chascomús, donde su padre era el capataz y también domador, y había sido compañero inseparable de correrías  del niño Mariano apenas uno o dos años menor que él. (A mí no me digas niño más que enfrente de mis papás, le había dicho Mariano, cuando estamos solos no, decime Mariano nomás. Eso de niño es de mariquita. ¿Acaso yo no te digo Gabino, acaso no somos iguales?). Y la Señorita Irene siempre lo estaba corrigiendo: - así no se dice, hablá bien, que después mi hermano habla como vos, - le decía fastidiada. Mariano también lo corregía,  pero era diferente.- Yo te voy a enseñar a leer y te voy a enseñar a escribir, Negro, - le decía- y cuando seamos grandes vamos a seguir siendo amigos y nos vamos a comprar una estancia para los dos. Vamos a ser arrieros, vamos a domar. Yo te voy a enseñar a escribir para que estemos los dos en el escritorio. Sólo alcanzó a enseñarle  a escribir su nombre. A los trece años se separaron, cuando Mariano se fue a Buenos Aires a estudiar y él lo acompañó en el viaje.
Conoció un Buenos Aires conmocionado. A poco de su llegada, los ingleses habían invadido por segunda vez y todo era agitación en las calles. Dos meses después volvió con el patrón a Chascomús y ya no volvieron a verse. Mariano sólo  regresaba a la estancia en las vacaciones, con sus amigos. Para esos tiempos, Gabino estaba en una estancia vecina trabajando de prestado como peón. Era vivaz y  diligente, había demostrado que sabía soportar una broma, y a veces se  las  hacían  pesadas,  pero  él  soportaba,  no  lo asustaba el trabajo, tenía buena disposición. Se fue ganando la confianza  de  los  otros.
Lo que realmente amaba eran los caballos, y vez que podía, ahí estaba, en el potrero. Los animales parecían sometérsele. Cuando había alguno difícil de agarrar, él se ofrecía y al poco tiempo había logrado pasarle una rienda por el cogote y lo traía sumiso. Un día le pidió permiso al patrón para domar un potro nuevo. El patrón le dijo: – El zaino es mucho caballo para vos – en cambio, le permitió que empezara a domar unos petizos para sus hijos. Los peones lo estimulaban. - Va a ser domador y de los buenos este mozo -  decían. 
Así se hizo domador y fue recorriendo la provincia parando donde hubiera trabajo. Una vez, en una pulpería por los pagos de Lobería, vio entrar un grupo de jóvenes. Uno de ellos era Mariano y se paró para saludarlo. Mariano lo miró, contestó cortésmente su saludo pero era evidente que no lo había reconocido. Gabino se sentó y ya no se atrevió a acercarse.
Había vuelto a verlo en octubre de 1839, alrededor de un año atrás. La conspiración contra Rosas fue  sofocada a tiempo y Ramón Mazza fusilado. Arce había entrado con un grupo de mazorqueros al recinto de la Legislatura y allí mismo habían muerto a Manuel Vicente. Todo parecía estar en orden ya, cuando unos  estancieros del sur de Buenos Aires se habían levantado, pero también fueron derrotados en la batalla de Chascomús, en la que  Arce había participado con la mazorca. Se separó del grupo porque le habían ordenado escoltar a un oficial,  y ya de regreso, cuando había dejado  atrás  el campo de batalla y cruzaba el montecito de talas, oyó un gemido.
Buscó con los ojos y vio un hombre tendido sobre un poncho celeste, la cabeza apoyada contra un árbol, los ojos cerrados. Temió que fuera una emboscada. Aguzó los sentidos. Todo era silencio alrededor. Desmontó de un salto, sacó el cuchillo y se acercó lentamente al herido, que tenía el uniforme roto a jirones y el pecho cubierto de sangre. Un mechón canoso le cubría los ojos, y la barba incipiente sombreaba su cara extremadamente pálida. Arce sintió que el corazón se le salía del pecho. Casi temerosamente sus dedos toscos despejaron  la frente del hombre. 
-Niño Mariano – balbuceó.
El herido abrió los ojos, – agua - dijo quedamente.
Arce se arrodilló junto a él e intentó incorporarlo. El hombre lanzó un grito desgarrador – Dame agua... Negro – dijo, y se lo quedó mirando con unos ojos que ya no veían.                                                                                                                                         
Corrió  hasta  el  caballo,  sacó  el frasco  de caña de la  alforja y se lo arrimó a la boca.  El líquido  corrió  mezclándose  con  la  sangre seca.
Arce lo apretó largo rato contra su pecho, sintió el peso de la cabeza al caer sobre su hombro. Lloró. El gaucho recio, el mazorquero brutal, sintió sus propias  lágrimas calientes correr quemándole  la cara.
Respetuosamente se desprendió del abrazo, volvió a recostarlo contra el tronco, se sacó el sombrero y  le cerró los ojos. Tapó con sus manos esa mirada perdida para siempre en la llanura infinita.
Gabino Arce hizo girar el sobre entre sus manos y miró atentamente la letra grande, clara, dibujada. No  sabía leer, pero podía imaginar lo que decía: Excelentísimo Señor Gobernador, Don Juan Manuel de Rosas. Y adentro un mensaje del que dependía la vida o la muerte de  Paulino Barreiro. Sí, se arriesgaría, aunque  don Juan Manuel se lo hubiera prohibido, se arriesgaría. Terminó la botella y salió, rodeó la pulpería hasta el corral, ensilló su rosillo y montó con dificultad. Sintió como una cuchillada en la pierna izquierda. El viejo dolor que volvía. Estoy poniéndome viejo, pensó
Unas nubes que avanzaban desde el sur comenzaron a tapar la luna. El alcohol y los recuerdos hacían más negra la noche. Cuando llegó a Palermo el cielo estaba totalmente cubierto.  - Pero no va a llover – se dijo.

LAS ÓRDENES

Galopó por el camino apisonado que llevaba a Palermo. De los faroles  que bordeaban la calle a ambos lados, pocos estaban encendidos. – Noche rara – pensó Gabino – hay un algo en el aire... En ese momento gritó una lechuza. – Cruz diablo, reventá por el camino – dijo Arce en voz alta y se persignó. Puso el caballo al tranco. Unos metros más adelante, en una vuelta, el caballo dio un bufido y se abalanzó. A pesar de ir sumido en sus pensamientos, Arce sujetó, se afirmó en los estribos y castigó al  rosillo con su rebenque evitando la caída. Llegó a ver la cola de la víbora que se escondía entre los pajonales a su izquierda.       - ¡Que había sido flojo! – le  dijo  al  caballo inclinándose para acariciarle el cogote – si era una culebra nomás...
Al tranco llegó a la quinta. El cielo estaba totalmente cubierto ahora y había empezado a soplar un viento frío del sur. Después de rodear  el monte, tomó el camino que conducía a la casa. Había luz en la galería y un grupo de personas estaba entrando a las habitaciones. Fue hacia el galpón donde estaban reunidos los peones, que parecieron contentos de verlo después de tanto tiempo.
- Lo andábamos extrañando Gabino, ¿por dónde ha andado?
-  Por ahí nomás – contestó parcamente – tengo que verlo con urgencia  a  don  Juan Manuel, a ver si me hace anunciar...
- Vaya Simón hasta las casas - mandó-  y diga que aquí está Gabino Arce y que quiere ver al Gobernador. Échese un trago, compadre – y le alargó la botella de caña fuerte.
El negrito salió corriendo  y  volvió  al  cabo de  un rato,  decía la niña Manuelita que se presentara.
-¡Gabino! -  dijo Manuelita -  ¿qué hace por acá?  ¿No  sabe  que Tatita todavía  está  muy  enojado con  usted?!  ¿No se acuerda que le dijo que iba a estaquearlo si volvía sin que lo llamara? 
- Me acuerdo niña- contestó respetuosamente Gabino - pero esto es una misión. Una cuestión de vida o muerte me dijeron, y que su señor padre tenía que recibir esto hoy mismo. Sacó el sobre del tirador y se lo entregó.
- ¿Y quién lo manda?
- No lo sé niña, quien me dio esto fue un mozo que dijo llamarse  Ponce. 
- Si no ha comido vaya para el  galpón que algo va a encontrar, y espere allá –  dijo Manuelita – voy a ver qué puedo hacer. Según lo que diga Tatita  lo voy a hacer llamar.
Muy  poco después llegó el mulatito que le dijo - Don Gabino, dice la niña Manuelita que vaya, que mi padrino lo va a recibir.
Arce pensó que era un buen presagio. – Esto es de buen agüero, – se dijo – si me atiende tan pronto será que ya me ha perdonado.                                                 
Esperó largo rato parado frente a la casa, el sombrero en la mano. A la luz del  único farol encendido  vio salir al  Restaurador que atravesó la galería con paso firme pasando a su lado sin mirarlo, y caminó todavía unos metros sobre el pasto húmedo. Lo seguían dos  de los locos que siempre lo acompañaban. Uno de ellos, Eusebio, a quien el mismo Rosas se refería llamándole  Señor Gobernador,  estaba de uniforme y traía un bastón en la mano a manera de cetro. Al cabo de unos minutos de absoluto silencio, siempre de espaldas, mirando hacia a adelante, habló:
- Su excelencia  va a dar las órdenes – dijo Rosas señalando al mulato Eusebio con un gesto de la cabeza - y más vale que las dé bien, porque si no va a recibir unos buenos azotes, ya lo sabe.
Arce se acercó a los hombres y se paró frente a ellos con la cabeza baja. Rosas se quedó presente mientras Eusebio, con su voz atiplada, la lengua trabada por el alcohol, transmitía, no obstante las órdenes precisas.
- A  ver  Gabino  Arce,  repita  lo que le he dicho,  palabra por palabra,  – dijo - y míreme a los ojos,  recuerde  con  quién está  hablando:  está hablando con Su Excelencia -.
Arce sintió que le hervía la sangre. Miró a Rosas,  pero Rosas  miraba  al campo, a la oscuridad de la noche con una expresión   indescifrable, como si estuviera ajeno a lo  que  estaba  ocurriendo. Al cabo de unos segundos, haciendo un esfuerzo, Arce repitió la orden en voz alta.
- Ta’ bien dijo el mulato - ha entendido, puede irse.
 Rosas se dio vuelta y cuando cruzaba la galería hacia las habitaciones, oyó que el mulato decía por su cuenta: - y no lo olvide, el tiro de gracia se lo da en la cabeza. A ver, repita.  
La carcajada de Rosas, que lo había ignorado, que no lo había mirado una sola vez en el transcurso de la entrevista, aumentó su  humillación y Arce pensó que qué raro era todo, que  cómo era posible que por momentos odiara así, con tanta fuerza a ese hombre por el que no vacilaría en dar la vida, sin embargo.
                                                 
HACIA QUILMES

Gabino Arce encontró a Ciriaco y al Moncho visteando en el patio trasero de la pulpería del Tuerto.
- Déjense de estar canchando como dos chiquilines que tenemos cosas más importantes que hacer – dijo severo - ¿dónde se ha metido Prudencio?
- Vealó - contestó el Moncho - ahí viene, mamado, y como salido de un entrevero, - y gritó - Arreglate el chiripá, sotreta, que al jefe no le gustan los negros zaparrastrosos.
Prudencio echó mano al cuchillo, se tambaleó – Repetí tus dichos, Moncho – dijo – repetí, si sos hombre.
- Quieto Negro- dijo Gabino, su voz imponía respeto, -  deje los bríos para los salvajes unitarios, y para los traidores, no nos vamos a achurar entre nosotros. Y vayan ensillando que tenemos que hacer tres leguas antes que amanezca. Cuando acaben me buscan adentro y nos vamos.
- Una caña – le pidió al tuerto – y deje la botella nomás,  que ahí vienen los otros.
Parado en el extremo del mostrador, mientras esperaba a sus compañeros, pensó en la misión y por primera vez sintió que le costaba cumplir una orden. Se preguntó por qué. El motivo no era que lo conociera a Barreiro, a tantos había conocido y su mano no tembló cuando tuvo que matarlos. Ni porque le tuviera especial aprecio. Pero este era un hombre de coraje. Eso era, pensó: el coraje es lo único que vale. Y el recuerdo que hoy le había vuelto a la mención de su nombre, volvió nítido ahora. Tuvo la visión precisa. Cuántos años habrían pasado desde las invasiones de los ingleses. ¿Treinta, cuarenta? Él, Gabino Arce era un chiquilín. El patrón había llegado al rancho y le había dicho a su madre:
-  Me lo llevo a Buenos Aires, a Gabino.
-  Mande, patrón - contestó ella.
Preparale una muda de ropa limpia  y que mañana a las cinco esté en la casa. Vamos a salir con la fresca.
- ¿Es para siempre patrón? – se atrevió a preguntar.
- No – se rió él – en menos de un mes te lo traigo de vuelta. Es para que le haga compañía a Mariano en el viaje. Ése sí se queda en Buenos Aires. 
- Mande patrón - contestó la mujer, y se llevó una mano a los ojos.
- No estarás llorando – dijo – hay  que embromarse, el chico va a conocer la ciudad y vos llorás.
Hizo un gesto con la mano y se alejó fastidiado.
Mucho antes de las cinco, Gabino estaba ya en la casa. Mariano que también se había levantado mucho antes de que amaneciera,  había ensillado su caballo.
Desensillá que papá dijo que te prestaba el Refucilo y el Ocaso – dijo Mariano y los ojos de Gabino brillaron de alegría –; están en el corral.
- ¿Los alazanes?
- Vamos con tropilla de un pelo  –  dijo  Mariano con orgullo  – todos, también los de refresco. Quise ensillar el Ocaso pero no se dejó  agarrar.
Gabino se rió, entró al corral y volvió poco después  con el caballo de  tiro. Lo ensillaron y soltaron el resto de la tropilla al campo.
 Llegaron  al galope a la casa. El patrón les dijo: –A ver si se dejan de estar cansando los animales, tenemos  veinticinco leguas por delante, ya  van a tener tiempo de  cansarlos y de cansarse ustedes. Vayan a  tomar algo a la cocina y usted vaya a saludar a su madre – dijo dirigiéndose a Mariano – que ahí está llorando como si usted se   fuera  a la guerra, ¡estas mujeres...! 
                                       
LA TRAVESIA

La comitiva estaba conformada por Don José Mariano, los dos muchachos, y tres peones que iban a caballo, llevando la tropilla por delante. Otro hombre, en el  coche, llevaba las vituallas y regalos para la gente de Buenos Aires.                      
Ya en la Magdalena les habían dicho que no les convenía seguir, que los ingleses, que habían tomado  Montevideo y la Colonia del Sacramento, era probable que intentaran invadir Buenos Aires nuevamente. Allí hicieron noche, y cada viajero que llegaba traía una versión diferente: que se habían visto barcos merodeando la costa, que los ingleses habían vuelto a desembarcar en Quilmes, que traían un ejército poderoso, que habían arrasado Montevideo, que ya avanzaban hacia Buenos Aires.  El patrón  dijo: – Tanto no será - y decidió que siguieran viaje al día siguiente a la madrugada. Mariano y él estaban excitados ante la aventura y se quedaron despiertos hasta mucho después de que se hubieran apagado los candiles, imaginándose en medio de una batalla.
Al llegar a Quilmes, se detuvieron en la casa de unos amigos del patrón. Allí  quedaron los peones que debían volver al campo al otro día. Los tres, y el coche, hicieron el último tramo del viaje, hasta la casa de los abuelos de Mariano. Era el 24 de Junio de 1807, el día de San Juan y de su cumpleaños. A Gabino, -que se llamaba Juan Gabino en honor al santo-,  no le alcanzaban los ojos para ver la ciudad que superaba todo lo que  hubiera podido imaginar.
Se alojaron en la amplia casa de los abuelos, donde todos los días había visitas. Los hombres se reunían a comentar la situación y las mujeres los últimos chismes entre mates y pasteles. Nadie prestaba atención a los muchachos que aprovechaban para salir y andar por la ciudad. Mariano, que había estado allí el año anterior, le mostraba a Gabino el cabildo, el fuerte, la catedral con sus torres truncas después del derrumbe ocurrido la noche de aquel 24 de Mayo de 1752, las iglesias. Paseaban por la recova vieja, y alguna tarde fueron hasta el río  a  caballo,  y  estuvieron   largo  tiempo  escuchando  a  la  gente, lavanderas y sirvientes, que también hablaban de los ingleses. Gabino iba a recordar también, y para siempre, unos ojos dulces y lánguidos y el sabor de los pasteles que le ofreció aquella negrita.
El 1º de julio de 1807, por la noche, llegaron noticias de que un gran ejército había desembarcado en la ensenada de Barragán. Efectivamente, las tropas marchaban, costeando el río, hacia la reducción de los Quilmes, donde acamparon. De allí, partió una vanguardia de los navíos, hacia el Riachuelo. Todo era revuelo y preparativos aquella  noche del 3 de julio, húmeda y fría como lo son casi siempre las noches de Julio en Buenos Aires. Se abrieron fosas atrincherando la ciudad y se emplazaron cañones. Las azoteas fueron ocupadas para resistir el asalto. El  estruendo en la oscura madrugada, despertó a los muchachos a quienes se ordenó que no se asomaran siquiera a las ventanas. Los patricios dejaron avanzar a los ingleses hasta donde no tuvieran por dónde huir y a medida que avanzaban se hacía más vivo y tremendo el fuego desde las azoteas. Durante toda la mañana prosiguieron los combates. Los  muchachos, ante el descuido de los mayores, ganaron la calle, y con la imprudencia propia de la edad se arriesgaron a morir bajo el fuego cruzado. Adosados a las paredes recorrieron las calles y llegaron a Santo Domingo. Y fue allí, donde Gabino vio la imagen que ahora volvía insistentemente a su memoria. Dos hombres luchaban encarnizadamente sobre el techo de la Iglesia. De pronto los vio desplomarse. El inglés estaba muerto. El otro se llamaba Paulino Barreiro. Se paró el hombre, revisó el arma y por un raro instinto giró sobre sí mismo y disparó sobre el soldado que venía a matarlo.   Ese era el hombre al que ahora debía fusilar. Me estoy poniendo flojo – pensó Arce – me estoy  poniendo viejo y apuró el vaso de caña. - Terminen la botella y nos vamos- dijo a los otros – tenemos que hacer tres leguas.

EL CRIMEN

Galoparon callados en la noche hacia el sur. Estaba aclarando cuando pasaron por el primer  puesto, y  ya pudieron divisar las casas. En la pulpería de Gómez había una carreta de la que estaban descargando  bolsas de yerba y harina y unos cajones de caña. - Vamos a echar un trago para matar el frío – dijo Arce, los ojos torvos,  revueltos – y le exigió  una botella al pulpero. El hombre se la alcanzó temeroso.
La botella pasó de mano en mano y ya vacía fue a estrellarse contra una piedra. Embrutecidos por el alcohol salieron al frío de la madrugada.
- En alguna casa están horneando pan – dijo Ciriaco – vez que siento este olor me acuerdo de mi madre.
- Esta no es hora de mentar la madre – dijo Arce sombríamente.
Se dirigieron a la plaza y al llegar a la casa de Paulino Barreiro, abrieron la puerta de un empellón, atravesaron el patio, buscaron en las habitaciones y  arrancaron al infeliz de la cama. Lo  arrastraron hasta la plaza, sin que pudiera comprender lo que estaba ocurriendo.
- ¿Por qué? – alcanzó a preguntar.
- Por inmundo unitario – fue la única respuesta y dando gritos, lo atacaron ferozmente. La  cabeza rodó lejos  del cuerpo ensangrentado.
Los hombres montaron dispuestos a retirarse, cuando Arce recordó las órdenes del Restaurador.
- Hay que fusilarlo – dijo, y todos volvieron a desmontar. 
Los tres hombres apuntaron y dispararon sobre el cuerpo tendido.
Arce, le dio el tiro de gracia a la cabeza.

                                                                                                   
(c) Sonia Otamendi
Quilmes
Provincia de Buenos Aires
                                                                                                            
Noviembre del 2000


Paulino Barreiro fue un Juez de Paz que estando al frente de  su cargo en Quilmes, fue asesinado por la mazorca en la madrugada del 18 de septiembre de 1840.

Acerca de la autora:



Sonia Otamendi es escritora y artista plástica. Dirige la revista Agenda del Sur desde hace 15 años.

                                                                                                                                        

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