lunes, 21 de octubre de 2013

La carta de Gardel - novela (fragmento)


Diario de Mariana (fragmento)

Nunca le pude decir que cada vez que intentaba comunicarme con él, pasaba algo inverosímil, alguna calamidad, o un suceso extraño. ¿Brujería? En alguna parte del inconsciente, algo o tal vez alguien no quería que me comunicara. Ni bien llegó al pueblo empezó a dejarme mensajes, en el hotel, en los bares a los que concurría frecuentemente, en la tienda de artesanías, lugares adonde yo iba y seguramente alguien le dijo. Pero todo era inútil, siempre ocurría algo. El día que le iba a contestar, un llamado urgente de algún cliente o de alguien, hacía que no pudiera llamarlo o enviarle una carta. ¿Raro? No sé. Hacía mas de un mes que estaba en el pueblo investigando, pasaban los días y siempre, siempre, ocurría algo. Parecía que la caja de Pandora se hubiera abierto, me sentía desolada. ¿Qué fuerzas extrañas se movían para inclinar la balanza hacia un solo lado? Empecé a hacer el inventario desde el día en que recibí su carta. Me alegró la noticia y apenas le iba a contestar, a la mañana siguiente, recibí un llamado y tuve que salir del pueblo con urgencia. Pasaron los días y volví a seguir la investigación. Iba a llamarlo, para contestarle un llamado anterior y ese día, recibí un llamado de una tía lejana que no tenía a ningún familiar, se había enfermado gravemente y tenía que viajar a verla. Yo misma no podía creer lo que estaba ocurriendo. ¿Algún conjuro? Nunca había creido en esas cosas. Y si se lo hubiera dicho, hubiera pensando que la locura me estaba acechando. Eran hechos, sí, cosas concretas, no estaban en mi imaginación. Y ocurrían una detrás de la otra. De alguna manera tenía que decírselo. No sabía si volvería a comunicarme con él. Por momentos deseaba ser otra, cambiar la identidad, escaparme a algún pueblo lejano y que la vida fuera distinta, que muchas personas que me conocían dejaran de pensar en mí, de llamarme, de que las fuerzas, si es que había fuerzas que estaban provocando todo esto se olvidaran de mí, como si nunca me hubieran conocido, como si yo fuera una extraña. Nunca había sido de no afrontar las cosas, pero mi vida se había convertido en un mar agitado, con olas turbulentas que subían y  bajaban, estaba en un mar revuelto, desatado e incontrolable y yo debía permanecer calma. ¿Lo entendería él? Seguramente se iría a aguas más tranquilas, menos turbulentas, a amarrar la nave a algún otro puerto. Y mientras tanto, en medio de la tormenta, yo veía pasar las nubes, los pájaros que huían, porque algo, una tormenta más grande tal vez, se estaba acercando.

jueves, 15 de agosto de 2013

La carta de Gardel - novela (fragmento)



Primero fue el rugido de la moto, después el silbido. El típico silbido de él,
y como siempre un tango. Era él, ¿qué otro podía saber esos códigos?
Nuestros códigos, nuestros secretos. Y después de todo era él, el único
que podía encontrarme, el único que me conocía. Era al único que le podía
responder. Me asomé a la ventana, y ahi estaba, subido a la moto, como
siempre. Ahora voy, le dije. Pero lo hice esperar. Tenía que arreglarme,
tenía que ponerme linda, me habían dado ganas de bailar. Y el lo sabía.
El era el único tipo que se adelantaba antes que yo se lo dijera. El único
que sabía que era mejor ir a comer a una parrilla un bife con papas fritas
que prometer llevarme a París, a comer a Maxim´s, con sus cortinados
rojos, en una  calle empedrada y antigua, como lo había hecho
Guillermo, en sus mejores tiempos. O prometerme un viaje en avioneta
para sobrevolar el Amazonas, como lo hizo Alejandro. Y todo eso ¿para
qué? El único tipo que sabía que podíamos disfrutar en una parrilla un
asado de tira, hablando de cualquier cosa, mirándonos a los ojos, cansados
de tanto bailar. ¿Y no será porque lo inventaste vos? ¿y si todo fuera un
invento? Todo puede tener ventajas y desventajas. Lo único que sabía,
mientras me pintaba los ojos era que no quería escuchar la demostración
del teorema de Pitágoras, mezclado con el próximo viaje a Dubai ¿quién sabe
si se haría alguna vez?, o la fabulación de un viaje en un crucero por el
Mediterráneo mientras Alejandro proyectaba en realidad un viaje con su amante
de turno. Entonces busqué los zapatos de tango ¿era necesario? Los puse
en la cartera que me había comprado - como si supiera que volvería a bailar - ,
terminé de vestirme,  le hice una seña a él por la ventana y bajé, lenta,
sigilosa, feliz con el  reencuentro,  con alguien al que sólo podía llamarlo
un hombre y no un  profesor, no un ejecutivo, no un licenciado, no un jefe,
sólo un hombre y yo una mujer.

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

sábado, 27 de julio de 2013

La carta de Gardel - novela - (fragmento)



Volví al hotel, iba a buscar mis cosas para volver a Buenos Aires. No podía seguir dando vueltas en el pueblo, no podía seguir más a Mary. Mis sospechas seguramente tenían asidero, ella podría  tener la carta de Gardel. En realidad ya estaba bastante aburrida del caso y debía volver. En  Buenos Aires me esperaban otros casos, tenía mucho trabajo. Sin embargo, la señorita Ana, la verdadera dueña de la carta, me había pagado bien. Ya había cobrado varios anticipos para  encontrar la carta. ¿Cómo fue posible involucrarme así con un caso? Ya conocía la vida de Mary  ¿pero hasta dónde era posible conocerla? También la vida de la señorita Ana. Y algo de de Adela, de los antepasados de la señorita Ana. Y también de los amigos, amantes, parientes de Mary y de la señorita Ana. ¿No era demasiado enredo saber acerca de la vida de esas personas? ¿todo eso me llevaría resolver el caso? Mary no quería estar más en el pueblo y tampoco volver a la gran ciudad. Había tomado un atajo, decía en la carta. Un atajo era algo nuevo, tenía un proyecto. Quería olvidarse ¿para siempre? de su vida nocturna bailando tangos. Quería poner un criadero de codornices, decía la carta. Irse lejos. Y en esa carta, que me había entregado el recepcionista del hotel, decía varias cosas más: "El hartazgo del baile llegó una noche, cuando bailé con alguien que prometía algo interesante. Sin  embargo estuvimos bailando durante más de dos horas, tomamos un café, me contó un montón de historias y después me empezó a dar una especie de sermón. Ahí, de verdad, me asusté, porque  el hombre había cambiado el rumbo de la conversación. Ya no era un compañero de baile, ya no era un hombre que tomaba un café, sino algo mucho peor. El hombre daba sermones y provocaba, era sí, algo bastante contradictorio, y me dieron ganas de escapar muy lejos de él. Le dije que volvía enseguida, busqué la puerta y me fuí caminando rápido. No miré hacia atrás, no podía hacerlo. Corrí hasta la esquina, después corrí más y más hasta llegar a un hotel. Pedí una habitación y esperé a que amaneciera. Pensándolo bien, había estado en peligro esa noche, bailando con ese loco, que se puso a decir esas cosas, como si fuera un juez, un pastor o vaya a saber qué. Tal vez un asesino, no sé. No quise averiguarlo tampoco. Nunca me había cruzado con un personaje semejante en ninguna milonga o lugar de tango. Al principio parecía simpático. Me juré esa noche que iba a evitar las milongas, que no quería conocer más personajes de ese tipo. Me juré esa noche que mi vida iba a cambiar,  aunque sea con un criadero de codornices, algo que me alejara del tango, de la noche, de dar vueltas. Algo que me alejara de la memoria que a veces me traía recuerdos que no quería recordar..."

(c) Araceli Otamendi - Archivos del Sur 

jueves, 11 de julio de 2013

La carta de Gardel - novela (fragmento)



Me puse a mirar por la ventana, una de las ventanas del bar. Había pasado la tarde escribiendo en un cuaderno, miraba los pájaros cómo volaban de vereda a vereda, las hojas de los árboles se arrastraban y se arremolinaban por el viento. En el lugar había dos personas, hombres solitarios con cara de gastados, miraban las imágenes de un televisor. Uno de los vidrios de las ventanas estaba levantado y me dio frío. En el cuaderno había anotado algo, unos dos meses atrás. No sabía por qué ni cómo ni quien me lo había inspirado. Era un sueño. Y eso me daba miedo, me daba miedo ahora, porque el sueño se había cumplido. El extraño del sueño había aparecido ahí, en ese lugar. Mamá siempre decía que yo sabía cosas que los demás no sabían. Y ella también. Ella y yo también teníamos premoniciones, casi siempre se cumplían. Además, yo sabía leer muchas cosas en el rostro de una persona. A veces, sin que hablara, sin que pronunciara una sola palabra. Guillermo, que me conocía esa habilidad, me pedía siempre que fuera con él  a las reuniones, y después le dijera qué era lo que me parecía. Y yo le daba mi opinión, y casi nunca me equivocaba. A Guillermo le gustaba fantasear mucho, decía que él también podía leer cosas en el rostro de  las personas. Y eso era cierto, en parte. Pero él se  precipitaba y me decía: vos me tenés que frenar. El extraño se sentó en una mesa  de una esquina del bar. Pensé en irme enseguida. Pensé, como en el sueño, que tenía que emprender un viaje, llegar a algún lugar. Llamé al mozo, pagué los cafés que había estado tomando, guardé el cuaderno en un bolso, salí a la calle y empecé a caminar. Las luces de los negocios habían empezado a encenderse. Estaba oscureciendo.

(c) Araceli Otamendi - todos los derechos reservados


domingo, 7 de julio de 2013

La carta de Gardel - novela (fragmento)



"Porque bailó un par de noches conmigo, tango y milonga, pensaba que era el dueño de todos mis secretos. Orson, seguramente lo creía. Tuve que defenderme. Buscaba un punto débil y lo encontró. Lo conocí en una milonga, en Buenos Aires, una noche en que ya no soportaba más la presión del trabajo. Alejandro había hecho volar los papeles de la oficina, la de él, la mía y la de todo el piso, cuando pasaba. Y Orson estaba ahí, en esa milonga, tan fresco como una lechuga, vestido con una camisa negra y un jean. Esperando no sé qué... bailé con él, sí. ¿Qué problema había? Era algo desesperante vivir con tanta presión durante el día y a la noche, yo buscaba  distraerme, bailar, cualquier cosa con tal de no pensar en la oficina, ni acordarme de nada, ni  de Alejandro, ni de Guillermo, absolutamente nada.  Orson sí sabía, sí conocía a las personas. Nunca me hablaba directamente de él ¿ocultaría algo? Cuando supo donde trabajaba, que era una mujer sola, separada, ahí empezó. Es triste reconocerlo, caí en sus redes. Orson quería saber de mi y yo no quería hablar, sólo bailar. Orson era un personaje oscuro, tal vez demasiado. Nunca confié en él. Me contaba muchas historias que nunca creí, jamás terminé de conocerlo. Después me di cuenta, era un problema de poder, de ambición. El me buscaba porque en realidad quería llegar a Alejandro y yo era el medio, no el fin. Cuando me di cuenta, lo  empecé a evitar. No quería ir a los lugares donde sabía que lo podía encontrar. Busqué otras milongas. Y muchas veces me puse a pensar qué era lo que realmente Orson quería de mi. Tal vez nunca lo sepa, nunca me entere. No quiero pensar en él ni un minuto más. El auto de Orson dio la vuelta varias veces por esta esquina. No me voy a inmutar si él llega a entrar aquí, al bar donde escribo. ..".

Era una carta extraña la de Mary. Parecía escrita con premura, como si el mensaje quisiera decir algo más. Pagué la  cuenta y me fui del hotel temprano. Tenía mucho que hacer en Buenos Aires. Me esperaban muchos casos: seguimientos, personas que quieren saber acerca de una pareja antes de tomar una decisión más seria. Esa era mi especialidad. Saber acerca de las personas. Quién salía con quién, quien engañaba a quien. Era mi trabajo, aunque ya estaba un poco cansada, porque las historias se iban repitiendo...

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

miércoles, 3 de julio de 2013

Apuntes sobre la novela La carta de Gardel



(Buenos Aires)

Empecé a escribir la novela La carta de Gardel después de hacer una larga investigación sobre el tango, en principio para escribir un ensayo. Compré muchos libros sobre el tango, sobre Gardel y también sobre otros compositores y cantantes. Fui a investigar a bibliotecas, entre ellas a la del Congreso de la Nación, hice entrevistas a compositores, cantantes como Eladia Blázquez, tangueros, músicos y otros entendidos sobre el tema. También visité bares dedicados al tango como el Café Homero en San Juan y Boedo, recorrí los bares de tango de Boedo, tomé fotografías, fui a escuelas de tango donde se enseña a bailar. Fuí a espectáculos nocturnos de tango. Y cuando empecé a escribir el ensayo desistí porque ya tenía una buena cantidad de ensayos leídos y no quería hacer otro más. Entonces empecé a escribir la novela. Y me di cuenta que Gardel era un tema recurrente en mi familia, tanto en mi casa, en mis padres, como en la familia de mi madre y también de mi padre. Escuché cantar a Gardel por primera vez en una victrola que descubrí en la casa de mi abuelo paterno,  en Quilmes, donde nací y viví durante toda mi infancia, antes de vivir en Buenos Aires, ciudad donde vivo ahora.  Puse un disco que había por ahí y así lo escuché, yo era muy chica. Y así decía Julio Cortázar que había que escuchar a Gardel, en una victrola.
En la casa de mi madre está lleno de fotografías de Gardel, también a mi abuela materna le gustaba mucho Gardel, porque decía siempre que era el mejor. Y ella siempre tendía a lo mejor, al mayor esfuerzo, y realmente fue una mujer que se superó todo el tiempo e hizo que sus hijos se superaran. Era hija de inmigrantes italianos y formó una familia, tuvo tres hijos y una adoptiva, mi tía, que era sobrina y a la cual crió, porque su hermana se la encomendó antes de morir. Mi abuela materna conoció a Carlos Gardel en el pueblo donde nació, Rojas, en la Provincia de Buenos Aires, cuando Gardel iba junto a Razzano a cantar por los pueblos. Esta anécdota, está reflejada en un cuento y también en la novela.
Con estas historias empecé a armar la novela. Después apareció el personaje de Mary, una secretaria que reparte su vida entre bailar tango y milonga de noche, después del trabajo y su trabajo. Obsesiva por el trabajo y dependiente de la opinión del jefe. Nunca en mi vida trabajé como secretaria. Sí trabajé en oficinas, y por eso conocía a muchas mujeres que trabajaban en ese puesto, y que también hacían sus comentarios. Tampoco nunca aprendí a bailar tango ni milonga. Sí conocí a muchos profesores y profesoras de tango y los entrevisté para la novela. Una mujer que trabajaba como secretaria y tenía este tipo de vida, sin responsabilidades familiares ni pareja fija, me inspiró el personaje de Mary. Por supuesto, he cambiado nombres, lugares, y también otros personajes para escribir la novela. Conocer a "Mary" me inspiró. Tuve por ella, por la real, mucho rechazo, ya que nunca se me hubiera ocurrido hacer ese tipo de vida. Luego, la fui entendiendo y por eso seguí con el personaje en algunos capítulos de La carta de Gardel.
Es que como decía Borges, todo lo que nos ocurre, todo lo que vivimos, tiene que ser material para lo que escribimos. Borges, un gran maestro, siempre me inspira.

lunes, 1 de julio de 2013

La carta de Gardel - novela (fragmento)



- Yo no sé nada, dijo Julio cuando le pregunté.

Me quedé mirando a Julio un rato, a los ojos. Así era como se podía conocer a las personas, mirándolos a los ojos, la mirada dejaba ver más que las palabras. Porque muchas veces las palabras, como dijo Pinter, son como la lluvia en las grandes ciudades, lo empañan todo.  La música sonaba estridente, y bailé algunas milongas. ¿Julio decía la verdad? ¿dónde estaba  Mary? Yo había llegado a la posada y había preguntado por ella. Se había ido a la mañana temprano, dijo una mujer. Pregunté si había alguna habitación libre. Está todo ocupado, contestó la mujer. Pregunté si podía tomar un café, quedarme un rato ahí, hacía frío y me había costado llegar. Afuera había algunos autos estacionados, nuevos, impecables. Se me ocurrió que uno de los autos podía ser de Alejandro. Mary lo había mencionado en la carta. Después vi salir a un hombre de una de  las habitaciones pero su cara y su cuerpo no coincidían con la descripción de Mary.

- Qué tal, buenos días - dijo el hombre.
- Buenos días - respondí.

Me pregunté si Mary había visto llegar a este personaje a la posada. Volví a preguntar por ella a la dueña del lugar. Me contestó que Mary se había ido de ahí muy temprano, la había llamado por teléfono, había dejado el dinero para pagar la estadía en la posada, las llaves y había partido. Entonces ¿dónde estaba Mary? ¿de qué escapaba? Esperaba que ella se comunicara conmigo nuevamente. En lugar de la búsqueda de la carta de Gardel, mi trabajo se había transformado en  buscar a Mary, de quien sospechaba yo y también  la señorita Ana, que ella tenía en su poder la carta.  ¿Por qué motivo se había ido Mary sin decir nada, sin avisar  a nadie? Me quedó dando vueltas en la cabeza la cara de este personaje, de quien me enteré que se llamaba Orson. O al menos le decían así. La dueña de la posada lo había nombrado. Nunca lo había visto por ahí, dijo ella. ¿Sería cierto? Lo observé durante un rato. Orson salió de la posada y se detuvo en un naranjo. Arrancó algunas naranjas del árbol y las guardó en los bolsillos. Después fue hasta uno de los autos  estacionados, abrió la puerta y dejó las naranjas en el asiento de atrás, puso en marcha el motor y salió a toda velocidad hacia la ruta. ¿Quien era Orson? ¿lo conocería Mary?

A unos kilómetros de ahí, Mary escribía en un cuaderno, en un  bar, antiguo, de esos con billar al fondo:

"Estaba harta, quería pasar un lindo día, terminarlo bien en la posada y pasé una noche
 horrible, llena de dudas, conversando con Alejandro o él conversaba conmigo, no sé.
Y para terminar llegó Orson.¿había venido de casualidad? Ni bien lo ví, me fuí a mi 
habitación, Alejandro se sorprendió porque apenas dije buenas noches, entré en el 
cuarto y cerré la puerta. Orson ¿qué quería de mi? siempre quería algo ¿no? Nunca se
puede estar de vuelta de todo pero de esto sí, de esto sí, de Orson, sí, seguramente.
Y Alejandro desconocía hasta qué punto Orson había influido en mi para pasarle las
llamadas al director general de la empresa, para que él hiciera sus negocios,  para no
decirle nada a él, Orson siempre venía hasta mi, de alguna manera, para conseguir algo.
Ya sé que es inútil, nunca se puede estar de vuelta de todo, pero era imprescindible
salir de ahí, tomar aire fresco, respirar...".


(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados  


martes, 25 de junio de 2013

La carta de Gardel - novela - (fragmento)



El fuego permanecería encendido toda la noche. Mary seguía mirando las brasas
encendidas, las llamas cómo se elevaban y las chispas que a veces saltaban hacia afuera de la chimenea. Alejandro fue hasta la cocina y abrió la heladera. Mary escuchó el tintineo del hielo en un vaso, luego en otro y el ruido del líquido de una botella, cómo caía, pero no se inmutó. Alejandro venía de un largo viaje y ella lo sabía. Había cosas que ahora a ella le parecían extrañas. El dejó los dos vasos  con whisky en la mesa y Mary no dijo nada. Afuera se escuchaban los ladridos del perro de la posada. La gata blanca emergió de alguna parte y saltó hacia la mesada de la cocina. Todo era quietud en ese lugar, excepto los ruidos de afuera, las hojas de los  árboles se arrastraban, y el ruido del viento filtrándose por las ventanas.

- Pasó mucho tiempo - dijo él

- Sí

- ¿Querés un whisky? - preguntó Alejandro ofreciendo uno de los vasos

- No

Seguramente Alejandro había olvidado que a Mary no le gustaba el whisky.

El hizo girar el hielo en el vaso con un dedo, ella lo miraba sin decir nada. En un momento, Alejandro empezó a hablar y Mary, como siempre, a escuchar. Y lo que le relataba él  era como un sueño, era como si ella lo hubiera estado soñando, como si ese sueño se hubiera transformado en realidad. Pero lo que Mary hubiera deseado era verlo feliz a Alejandro, despojado de su oscuridad, brillante, como una criatura de luz.  Como seguramente, alguna vez había sido. Mucho más luminoso que Guillermo, y mucho más oscuro ahora, también. Y él había venido a contarle, como un film visto hacia atrás, que volvía con su primera mujer,  abandonaba a la otra, y todo volvía a empezar. El puesto en la empresa volvía a ser el mismo que tenía antes de irse a vivir a otro país, antes de aceptar el cargo de director, tener una nueva mujer y abandonar la primera.
Mary interrumpió a Alejandro. Hubiera tenido que decirle:

- Si no la querés más , no sigas diciéndolo. Le estás dando demasiada importancia al tema, parecería que no podés olvidarte de ella.

Pero no lo dijo, simplemente habló de la noche y de las estrellas que brillaban afuera. Quería cambiar de tema, sin herir a Alejandro. Estaba cansada de remar en la laguna, de caminar por el campo. Tenía demasiadas cosas en su cabeza y sabía que a veces el silencio es el remedio de todos los males. Alejandro se quedó entonces callado. Mary ya era otra, distinta, miraba las cosas con más indiferencia, y no volvería a involucrarse más en asuntos personales de otros. Y tampoco iba a inventar más pretextos para Alejandro cuando salía con sus amantes, ni iba  a comprar más regalos para ellas, ni iba a llevar su agenda, ni iba a vivir más pendiente de Alejandro ni de nadie más. Porque de lo que no se olvidaba nunca Mary era de ella misma, y de lo que alguna vez, hace mucho, había sido: un proyecto de mujer con todas las potencialidades, con toda la preparación espiritual, con toda la alegría, con toda la serenidad que hasta ahora, ni  Alejandro, ni Guillermo ni nadie le habían podido quitar. Únicamente, Julio, con su transparencia, con su bondad, podía darle esa tranquilidad que Mary necesitaba. Julio, un hombre que cuando decía dos más dos son cuatro, efectivamente era cuatro y no cinco, o seis o vaya a saber qué número. ¿Quién lo iba a adivinar?
Alejandro se había quedado en silencio, desconocía a Mary. Porque Mary, su ex secretaria, ex amiga, ex confidente, ex madre y ex hermana, no era la misma Mary que él había conocido un tiempo antes. Alejandro siguió contando algunas historias de su trabajo, de sus viajes, de su ex mujer, y Mary se quedó mirando fijamente por la ventana, afuera había tres caballos que comían pasto y Mary se preguntó en qué libreto o en qué guión y por qué autor había sido escrita o tal vez soñada. Porque quería salir del pasado y avanzar hacia el futuro, aunque no fuera cierto, aunque nada existiera más que el presente, más que ese presente en el que ella y ese ahora extraño llamado Alejandro, con el que una vez  hacía muchos años había compartido diez o doce horas por dia en una oficina, en almuerzos, en charlas telefónicas, parecía un personaje cercano, casi familiar.
La conversación se interrumpió cuando se escuchó el ruido de un auto, había estacionado  cerca de la  posada, luego una puerta que se abría y cerraba y después pasos. Se abrió la puerta de golpe y entró un hombre y dijo:

-          Busco una habitación ¿habrá alguna libre?


Mary reconoció al hombre  enseguida, Alejandro no. Había estado ausente de ese pueblo y de la vida de Mary durante mucho tiempo, Alejandro no hubiera podido reconocerlo. 

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados 

jueves, 20 de junio de 2013

La carta de Gardel - novela (fragmento)



Ahora todavía algunos leños  ardían en la chimenea. Mary se frotó las manos como si se las estuviera lavando, con la mirada en el fuego. La noche ya había entrado en ese lugar, en el living de la posada y lo cubría todo como un manto.  Nunca le había gustado estar a la intemperie cuando era noche cerrada. La noche,  pensaba, podía ser oscuridad en medio del campo. Y también silencio, quietud, e inquietud.  Durante el día había estado bien, se había cansado de remar, de mirar patos y aves silvestres en la laguna, de bordear la orilla tocando los juncos con uno de los  remos, después con el otro, de sacar las piernas y los pies del bote y mojarse en el agua llena de renacuajos cerca de la costa. Todo eso la  había divertido, la había hecho olvidarse de tantas cosas... Ahora sin embargo, en ese lugar silencioso donde se había alojado, con olor a madera silvestre de los muebles nuevos, seguramente a pino, presentía algo, algo que no sabía bien qué era.
Alejandro había llegado a la posada a eso de las dos de la tarde, cuando se cansó de  dar vueltas por un pueblo y por otro, cuando se cansó de probar el auto nuevo por la ruta de asfalto y también por caminos de tierra. El auto nuevo andaba bien, sin embargo estaba cansado y necesitaba descansar, el viaje había sido largo. Lo que nunca había imaginado era que iba a encontrarse con Mary en esa posada en medio del campo, en medio de la noche, sin siquiera proponérselo. ¿O tal vez sí? Después de comer, a Mary le gustaba caminar un poco, aunque fuera cerca, escuchar el ladrido lejano de los perros, ver las luces de los autos que iban por el camino, y sentirse segura, a resguardo, ahí en ese lugar. Porque ¿quién iba a encontrarla ahí? La dueña de la posada había dejado las llaves para cada huésped, así cada uno podía entrar y salir cuando quería, sin sentirse controlado. Qué feo era eso del control, pensaba Mary, en los hoteles, en las posadas, en cualquier lugar, podemos sentirnos controlados, y ahí, parecía que no, que a nadie le importaba. Había vuelto de caminar, escuchó el ladrido de los perros y eso le dio alguna tranquilidad. Se quedó así mirando los reflejos rojizos del fuego, las llamas que aún ardían, cuando escuchó
cómo una puerta de las habitaciones se abría y se cerraba. Alejandro no pareció sorprendido cuando vio a Mary. ¿Tal vez sabía que ella estaba ahí? Entonces Mary lo miró, se quedó callada y fue a sentarse  en uno de los sillones cerca de la chimenea.

- No pensaba encontrarte aquí - dijo Alejandro

- Yo tampoco

La extrañeza era mutua. Pero era extrañeza o ¿qué era?

Si Alejandro había pensado que tenía una larga historia para contar que ya a esta altura le parecía algo así como un film viejo,  Mary había decidido callar. Porque ¿para qué contar sus historias? A nadie le podían interesar, salvo a las malas lenguas de las personas curiosas del pueblo de donde se había ido,  como la señorita Ana y algunos otros.

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados


domingo, 9 de junio de 2013

La carta de Gardel - novela (fragmento)



Había sido un día relativamente agitado. Encuentro en el bar con Julio, estaba dispuesta a bailar tango y milonga. Tenía que entrar en el ambiente para saber, para averiguar algo. La carta de Gardel era el motivo de mi investigación. Después de ver a Julio me fuí a la casa de la señorita Ana. Me atendió como siempre,
hospitalaria y se cobró la amabilidad con una serie de quejas contra su sobrino. Después de todo ¿por qué tenía que aguantar un pibe así? cuando ella ya tenía  su vida hecha, su jardín, su hotel, sus mascotas, y lo más importante: sus recuerdos. Pero el sobrino, era una obligación, dijo, los padres del chico habían muerto, y ella tenía la obligación de hacerse cargo. Me pareció mezquino todo lo que dijo y también que se cobrara el almuerzo que me habia brindado - asado al horno con papas - contándome semejantes cosas. Yo soy una detective privada y no una psicoanalista, seguramente si lo fuera cobraría más. El problema ahora era Mary, encontrarla, saber dónde estaba, y qué había ido a hacer ahí donde se encontrara. Julio me dio una pista: a ella le gusta ir al pueblo cerca de aquí, alquilar un bote y remar en la laguna.
Julio no podía llevarme hasta ahí, tenía clases de tango a partir de las ocho, a las siete llegaría al bar, se prepararía en un camarín. De pronto lo vi a Julio como el hombre que podía contener a Mary, seguramente lo era, no sé, tal vez, Julio la conocía muy bien y  callaba.
Tomé un remise y me fuí al pueblo que me había dicho Julio. Durante el trayecto, el olor a campo, a zorrino, a tierra me hizo sentir que tal vez hubiera alguna posibilidad de encontrar a Mary. Era preocupante tener una carta en mis manos, que parecía recién escrita, y que me habían entregado en el hotel. La firmaba Mary:

"No se preocupe, estoy bien. Sólo que lo vi a Alejandro, mi ex-jefe en la empresa, dando vueltas por ahí. No quiero encontrármelo. Conozco su historia, trabajé con él un tiempo largo. Nunca le contaría a nadie las cosas que yo sé. Alejandro subió en la empresa al puesto más alto y eso le costó el matrimonio. Todavía es joven y es ambicioso,  y va a escalar más, seguramente. Soy un poco la artífice de todo eso, porque lo ayudé  a subir en su carrera, tal como hice con Guillermo. Asesorándolo permanentemente, conteniéndolo. Las personas así necesitan siempre a alguien, a alguien como era yo antes.  A alguien que yo no soy más, porque soy otra, usted Mariana sabe. Alejandro vino en un auto nuevo al pueblo, era el auto más nuevo y más caro que había  por el pueblo ¿cómo no lo iba a ver? Usted sabe Mariana que mi vida ahora es otra, distinta, más reservada y secreta, más a resguardo.  Guarde esta carta, Mariana, téngala usted y cuándo vuelva, la buscaré y hablaremos de este asunto.".

Me empecé a preocupar por Mary, quería encontrarla rápido ¿por qué esta huida del pueblo? ¿qué me quería decir realmente con la carta?

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

lunes, 20 de mayo de 2013

La carta de Gardel - novela (fragmento)





Escapar de un recuerdo podía ser más difícil que haber escapado de lo que
la oprimía como una maldición en la gran ciudad.
Escapar del recuerdo de Guillermo, omnipresente durante mucho tiempo en la vida de Mary, seguramente era muy difícil. Hasta aquí, suposiciones. Fuí a ver a Julio ni bien llegué a la estación de ómnibus. Las cuatro horas del viaje se habían pasado rápido, mirando el campo, los árboles, los silos, los altares del Gauchito Gil proliferaban como caracoles en la llanura. Como siempre, en la estación, un perro dormido al sol, en la vereda, algunos transeúntes caminaban despacio. Sabía que él  había vuelto a dar clases de tango en dos o tres lugares del pueblo y me fuí para uno de ellos. Supuse que estaba ahí. Un café grande, con muchas luces en el techo, un lugar para ver el espectáculo musical que se ofrecía por las noches  y mucho espacio para bailar. Como siempre, en cualquier pueblo de provincia había ahora un lugar así.
Julio estaba sentado en una mesa cerca de una ventana leyendo el diario. Eran las once de la mañana y entré al bar. Al fondo había unos tipos sentados contando algo, seguramente
hablarían de fútbol. A pesar del cartel que indicaba la prohibición de fumar había en el aire algo de olor a humo, tal vez restos de la noche.
Busqué una mesa cerca de donde estaba Julio, me dejé puestos los anteojos oscuros, y le pedí a la camarera un café doble cortado. Julio, el profesor de tango y amigo de Mary seguía leyendo ensimismado. Los hombres, en el rincón del bar se divertían, al parecer, con alguna anécdota. También había un televisor, emitía imágenes casi sin sonido.
La camarera era una chica joven, tendría unos veinte años, el pelo castaño oscuro atado atrás, la cara casi sin maquillaje, seria.
Pensaba cómo encarar una conversación con Julio. Parco en palabras, Mary me lo había dicho. Si quiere saber de mi, alguna vez que no me encuentre, pregúntele a Julio.
Cuando Julio levantó la vista un momento, me quité los anteojos, entonces hizo una señal de reconocerme. Me había visto conversando con ella en algún bar del pueblo.
¿Me diría algo de Mary? ¿Cómo era ahora su relación con ella? ¿Todavía existía algo, una amistad? ¿podía saber algo? ¿Seguir por este lado la investigación me conduciría a encontrar alguna pista, algún  misterio? Hojas amarillas circulaban por la vereda de baldosas angostas, los árboles tenían todavía algunas hojas.
Le pregunté a Julio primero por las clases de tango, quería tomar algunas, dije. Puede venir esta noche, a partir de las ocho, contestó.
Después de eso, fue más fácil seguir preguntando. Julio era un tipo simpático, amable pero parco en palabras. Seguramente con el baile tendría otro lenguaje. De alguna manera la entendía a Mary, sus escapadas, sus viajes. El no dar explicaciones, irse del pueblo cuando ¿se sentía cansada? ¿cómo saberlo?
Hasta aquí sabía que Julio sabía que Mary no estaba en el pueblo, se había ido, ¿adónde? era difícil saberlo.

        -Yo no la buscaría - dijo él
        - ¿Por qué no?
        - Cuando Mary quiere irse no deja dicho adónde va.
        - ¿No podría haberle dicho a alguien adonde iba?

Julio se quedó pensando durante unos momentos. La mirada era enigmática y tenía una expresión seria. Miraba las paredes del bar, miraba fijo un retrato de Gardel y su mirada se desplazaba después hacia algunas fotografías enmarcadas de personas bailando tango en ese lugar.  
-          Le diría que Mary va a volver en cualquier momento, cuando tenga ganas – respondió. Y después agregó:
-          A lo mejor se fue a buscar luciérnagas…

           Julio tenía sus códigos, como cualquiera. Tenía ojos oscuros, brillantes, sin
agresividad. Por algo Mary me había hablado tanto de él. Y una mujer como Mary, casi no contaba nada de su vida, ni hablar del amor,  excepto su relación tan opresiva, tan tensa e intensa como la que tuvo con Guillermo y la hizo decidir dejar la gran ciudad. Como una maldición. Eso me lo había contado alguna vez. El por qué estaba ahí en ese pueblo, por qué había cambiado tanto su vida. Quería ser libre como los pájaros, dijo.
Porque seguramente Mary sospecharía que el amor  por otra persona es una forma de esclavitud, ya lo habría vivido  y por eso dejó todo como lo dejó y se vino al pueblo. Suposiciones, tal vez.
             

           No le contesté. Pagué el café cortado y le dije a Julio que volvería a tomar clases de tango esa misma noche. Antes tenía que ir a la casa de la señorita Ana, mi clienta.  Me había llamado a la oficina, en Buenos Aires.
Era algo imperioso, necesario que fuera a su casa.  Tenía que decirme algo. ¿Cómo saber si lo que me iba a decir  tenía alguna importancia? Hasta que no se terminara la investigación no tenía ninguna certeza de haber encontrado la carta de Gardel. Y una vez más el enigma, Mary, esa mujer de la que nadie parecía saber nada o casi, esa mujer que guardaba los recuerdos y al mismo tiempo se escapaba de ellos como si no quisiera recordar ni saber . O tal vez algo nuevo había despertado en ella el interés, y por eso se había ido. Me había hablado alguna vez de su afición a las plantas, a tener un nuevo jardín, una nueva casa. 

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados 

viernes, 10 de mayo de 2013

La carta de Gardel - novela (fragmento)




Se ha adueñado del espacio y escribe. Es el espacio de él que ahora es de ella, sólo de ella. Llega hasta ahí, el hombre de seguridad sabe que ella puede subir e instalarse en la oficina a cualquier hora del día o de la noche. ¿O no es una secretaria, acaso? Todo lo que ella pueda hacer por él, ordenar sus cosas, vigilar el orden de sus cosas, agendar los datos ya está hecho. Ahora es el momento de ponerse a escribir. ¿Por qué lo haría? ¿Por qué Mary, una secretaria, volvería a la noche a la oficina? ¿O no tenía nada mejor que hacer? ¿Por qué elegir a Mary para contar una historia que ya no existe? ¿Acaso la carta podría estar oculta en alguna parte, tal vez ahí? ¿Hasta dónde seguir a Mary? Duda. La lluvia irrumpe, las gotas se deslizan por los vidrios de la ventana, caen en alguna parte, y los ojos de Mary ven la noche desde el piso veinte, tal vez más alto, ¿qué importa? Una secretaria, alguien como ella puede entrar en el espacio privado de Guillermo y escribir su historia. Guillermo deja pistas de su vida por donde sea, tal vez a propósito, pensaba. Escribir en una libreta lo que piensa, lo que sueña, lo que no tiene ganas de decir. Y eso hace.



Adela está despierta, el tarambana de su único hijo varón no ha vuelto, se ha ido a Rosario con los amigos.  Si él estuviera ahora ahí le pegaría, le gritaría de todo, le diría estúpido, ¿por qué fuiste ahí? a jugarte a los dados y a las cartas lo que no tenés,burro. ¿Y para eso tuve hijos? Sólo Dios sabe y a él me encomiendo, para que él esté de vuelta pronto, quiero verlo, ahora mismo. Sin embargo, Adela prepara el cinturón, cuando él llegue va a pegarle una buena paliza, le gritará  infeliz, ignorante, de todo.  Porque ahora ella es la madre y el padre también, porque el padre está muerto y ella ahora es todo en esa casa desprotegida, en esa casa donde  ella Adela, asume todo el control, la protección y el amor y él, él, no puede haber hecho esto. Tiene ganas de escuchar la radio mientras teje, música de Gardel, un tango, una milonga, quiere olvidarse el trago amargo, la noche más triste,...De eso se hablará después. O no, o tal vez... Adela no sabe que su hijo se ha escapado del hotel sin pagar. Rosario, la "Chicago argentina" lo atrae con sus juegos, con sus peligros, la noche en Rosario puede ser más divertida que en Buenos Aires, cuando se tienen diecisiete años, la vida por delante...Gardel va a estrenar un tango, un nuevo tango, será muy famoso, y ella Adela, quiere cantar canciones mexicanas para alegrarse,  canciones de Jorge Negrete, ¡ay! "Si Adelita se fuera con otro, la seguiría por tierra y por mar..." Adela tararea la canción ....

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados 

sábado, 4 de mayo de 2013

La carta de Gardel - novela (fragmento)




Si Guillermo estaba muerto en el sueño había resucitado, estaba vivo, en el sueño
no lo podía explicar. Estaba vivo, realmente, y como siempre aparecía sin que lo
llamara. Era imposible, pero real, en el sueño Guillermo algo me decía, inquietante.
No esperaba ese día, después de haber dedicado tantas horas a la huerta, a plantar
tulipanes en almácigos, lechugas, tomates, había sido un día feliz. Haber
estado en contacto con la tierra, escuchado el canto de los pájaros sin haber pensado
ni una vez en Guillermo. Y sin embargo, nuevamente, aparecía en sueños. Me quedé
callada, escuchaba lo que decía aunque después no lo pudiera recordar. ¿Era sobre
un viaje? No sé, ahora no lo sé. Sólo recuerdo su imagen, cómo me sobresalté. Era
como un fantasma y estaba vivo, ahí en el sueño. Salté de la cama para tomar un vaso
de agua. Los zapatos de tango desordenados en el piso, cada uno en un extremo de la
cama. Haber bailado tantos tangos, ¿de qué me había servido? Durante algunas horas
no había pensado en nada, o casi. Guillermo se atrevía a todo, muerto, volvía en imágenes.
¿Qué podía hacer ahora? Escribir el sueño, dejarlo plasmado en una libreta, fijar la 
atención en otras cosas. Una escalera de luz  se proyectaba en la pared. Amanecía. 
Julio había vuelto a dar clases de tango y milonga. Pero Guillermo, era otro tema. 
¿Y si lo grabara? Y si grabara lo que estaba pensando y el sueño, para no escribir,
para no pensar más. Porque cada vez que Guillermo volvía a hablarme en sueños,
la película completa volvía a empezar. Una noche, cuando Guillermo se había ido
en uno de sus tantos viajes, recordé en mi casa  el lugar dónde había dejado mi diario,
una pequeña libreta azul. Estaba sobre mi escritorio, no había peligro de que nadie
 leyera nada. ¿Decía algo sobre Guillermo? Seguramente sí. 
¿Quién podía leer eso? Alguien, alguien que tuviera las llaves de la oficina, o alguien que
limpiara las oficinas de noche. Era necesario ir y rescatar el diario. Me vestí y salí corriendo,
tomé un taxi. La ciudad se encendía con luces de todos colores, brillante y enorme, tenía
que llegar antes que alguien pudiera leer lo que había escrito. ¿Cómo se me había ocurrido
hacer algo así? 

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados


domingo, 14 de abril de 2013

Alicia Silva Rey - La fuga

Alicia Silva Rey 



La Fuga

1

Para que lo recuerdes: durante muchas tardes vigilé ese caballo,
lo movían con esfuerzo, aguas abajo, cerca
de ese festón verde de cactus.
Se aferraban a él,  todo no sucedió  enseguida. 
Primero venían los colores, el tierra siena de la tosquera; 
después el  cuenco chato del  arroyo todavía manso,
que pronto  desbordaría, con  cuatro hombres,
uno casi invisible,
y las herraduras cruzadas  del  caballo, muerto.
Entonces pregunté.  Ninguno, nadie  me respondió.
Las crines eran blancas y los pájaros, altos y delicados,
unas zancudas de la tosquera,
sobrevolaban, a la caída del sol,
el cuerpo de un caballo. 


2

El borde, la orilla del arroyo, un pedregal de  agua.
Me acomodo la ropa revuelta, el pelo. Veo flotar 
contra una franja de tinieblas, el ojo que me había mirado
en la cuneta, ya ves, el ojo abierto de un caballo.

3

Aquellos hombres, dos  o tres, en botas de montar,
se entendían por  señas.
Sentí que no debía moverme ni un milímetro.
No me eligieron.
No era el lugar que me habían prometido.

4

Se aferraban al animal sin  propósito,  no parecían perdidos. Debatían algo con gestos,  todo no sucedió enseguida. 
Pregunté  por las herraduras del caballo, si estaban bien puestas. “Si tiene las herraduras bien puestas, por favor”.
Uno de los hombres tiró del caballo hacia sí, le murmuró al oído.


5

Caía una luz vacilante, había visto antes el lugar,
a esos hombres un gesto les bastaba. No hables
de esto con nadie. Se movían con dificultad
en el cieno de la tosquera.
Llevaban,  a pulso, un caballo.

6

Ninguno tenía la cabeza cubierta.
Estuve mucho tiempo inmóvil apretando con fuerza los brazos cruzados a la espalda.
El último  comienza a andar a saltos hacia mí.
Mueve los labios con esfuerzo.
Es algo que ellos habían ido a buscar, dice.
El agua corre más lenta por las estrías de su piel.
De cerca es más joven que los otros.
Ni siquiera un hombre tan fuerte sería capaz de dar un paso más. Sentí que no debía moverme ni un milímetro. No me eligieron.
No era el lugar que me habían prometido.
Bajaban y subían llevados por la fuerza del agua.  “Fíjense
si tiene las herraduras puestas”, dije. “Por favor”.

7

Durante muchas tardes vigilé ese caballo sin lógica posible
porque era como no tener a quién vigilar.
Todo no sucedió enseguida. El desempeño del caballo, de los niños y del hombre que conducía la escena, fue gradual.
Entonces  pregunté y uno, el más cercano,  me respondió
“es un caballo y va camino de unas herraduras que lo aguardan
ahí abajo, en el fondo”, te lo cuento para que lo recuerdes,
las crines eran blancas y unos pájaros altos y delicados, sobrevolaban la caída del sol.

 (c) Alicia Silva Rey
Quilmes
Provincia de Buenos Aires

Acerca de la autora:

Alicia Silva Rey nació en Quilmes, provincia de Buenos Aires, en 1950.
Es docente de enseñanza primaria (maestra y bibliotecaria escolar).
Escribió: La mujercita del espejo (1985); Fragmento de correspondencias (1996-2003); (circa) (2004-2007); Orillos (2006); Cartas a la iguana (2012); Partes del campo (2012),
La pared-al padre (nouvelle, 2013).
Publicó La solitudine (Bs. As., CILC, 2009). Colaboró con Gustavo Fontán en el guión de su película La madre (2010). Escribe en  del Sur, agenda cultural de Quilmes, que dirige Sonia Otamendi.

Pueden leerse textos suyos (poesía, narrativa, crítica) en:
Tokonoma 15 (2011);
Revista con versiones  www.con-versiones.com/nota1048.htm
Blogaloido  


Escribió: Fragmento de correspondencias (1996-2003); (circa), 2004-2007; Orillos (2006); Bodas (2012); Cartas a la iguana (2012).




miércoles, 23 de enero de 2013

La segunda muerte de Paulino Barreiro - Sonia Otamendi


LA SEGUNDA MUERTE DE PAULINO BARREIRO

 LA CARTA
Parado en medio de la habitación vacía, sujetándose la barbilla con la mano derecha, miró a su alrededor. En la sala sólo quedaban los restos deshilachados de algunos cortinados en las ventanas que daban a la calle. En las paredes, que fueran blancas, se veían las marcas donde habían estado colgados los retratos de los antepasados. También había una silla, rústica y maltrecha, deslucida como si hubiera permanecido mucho tiempo a la intemperie, un poncho doblado colgando del respaldo, y a su lado, una pequeña mesa. Sobre la mesa, una caja de madera fragante y oscura que estaba cerrada.
Dio algunas indicaciones a los  hombres que cargaban los bultos en la carreta para transportarlos al puerto. El barco que los llevaría salía a mediodía. Junto a la puerta cancel, estaba la petaca de cuero que había acompañado a su abuelo a lo largo de las campañas, - la que desde siempre supo que sería para él - y en la que ahora guardaba sus recuerdos más queridos.
Recorrió la casa por última vez. Salió al patio, a la fragancia de los jazmines. Pensó que era una lástima no poder conservar los olores, guardarlos como se guarda un secreto y llevarlos consigo. Cortó unas florcitas y las puso en el bolsillo de su chaqueta, sobre el corazón. Dio una larga mirada al viejo limonero, a los postes por los que trepaba la madreselva y a los tiestos de helechos de la galería. Miró las baldosas gastadas por tantas idas y venidas. -Quién sabe si volveré alguna vez-, pensó y atravesó la casa cerrando las puertas a su paso. Salió a la calle.

Después de controlar que la carga estuviera bien amarrada, mandó traer la petaca. Recomendó a  los hombres que la trataran con mucho cuidado.  Les indicó que la entregaran personalmente al capitán del barco junto con el sobre que sacó de su bolsillo. Se quedó parado, la espalda contra la pared, mirando cómo la carreta avanzaba a los tumbos en dirección al río, hasta que dobló en una esquina y ya no pudo verla. Entonces entró nuevamente a la casa, trancó la puerta de entrada, atravesó el zaguán y ya en la sala, arrastró la mesa y la silla junto a la ventana y extrajo de la caja de madera varias hojas de papel, una barra de lacre, una vela, un sello,  un frasco de tinta y una pluma, y se puso a escribir.
Cuando llevaba media página escrita se detuvo a leer, y rompió la hoja minuciosamente para recomenzar. Le llevó largo tiempo y varias veces desechó lo escrito, hasta que finalmente pareció estar conforme. Se levantó, guardó pluma y tinta nuevamente en la caja, encendió la vela e hizo que el lacre derretido fuera cayendo sobre el papel prolijamente doblado.  Iba a poner el sello, pero su mano se detuvo. La metió en el bolsillo de la chaqueta y usó una moneda. Guardó los elementos nuevamente en la caja y la envolvió en el poncho.
Después juntó  los trozos de papel y fue hacia el fondo. Puso los papeles sobre las brasas del fogón y sopló hasta que surgió la llama. Se quedó mirando el fuego sumido en sus pensamientos. Quien hubiera podido leer en su expresión, sería quizá el único capaz de conocer un secreto que se llevaría a la tumba.
Había escrito una carta cuyo contenido seguramente conocería sólo el destinatario.




SEPTIEMBRE DE 1840

Se hizo silencio cuando el joven entró a la pulpería con paso firme y decidido. Los ojos verdes, casi amarillos, resaltaban en la cara oscura de quien permanece mucho tiempo a la intemperie y contrastaban con el pelo negrísimo. Alto, ancha la espalda, las piernas combas como de domador, de hombre de a caballo, sin duda alguna. Las botas inglesas pisaban fuerte  el suelo de tierra apisonada. Vestía pantalón y chaqueta de paño oscuros, camisa de  seda blanca, chaleco de pana rojo. En la solapa, lucía la divisa punzó, y asomaban unos jazmines mustios del bolsillo de su chaqueta. Atravesó el salón. La lonja del talero, que llevaba  colgado del  mango  del cuchillo de plata,  atravesado en la cintura, golpeaba su pierna con un leve chasquido al compás de su paso. Fue  a acodarse en silencio en el mostrador. Cuando el pulpero se acercó, le pidió una caña que bebió de varios tragos, pero sin pausa. Dejó unas monedas sobre la tabla y se dio vuelta, los codos siempre apoyados. De   frente a los paisanos,  los miró uno a uno a los ojos largamente. Su actitud, sin embargo, no era de ningún modo provocadora. Era evidente que buscaba a alguien. Los hombres que estaban reunidos allí, le devolvieron la mirada. Había algo en él que los desconcertaba. Pero cuando se volvió y pidió otro trago, los parroquianos volvieron a hablar y siguieron en lo suyo.
- Busco a Gabino Arce - dijo al pulpero - ¿es aquél que está en el rincón, ¿no es cierto?
El pulpero asintió. El joven sacó otras monedas del tirador, las puso sobre el mostrador y con el vaso en la mano se dirigió al hombre.
-  ¿Gabino Arce? – preguntó.
-   Para servirlo. ¿Con quién tengo el gusto?
-   Martiniano Ponce – dijo el joven y le tendió la mano.
El hombre se la estrechó. Mano de niña, pensó mientras lo miraba y se decía que esas manos, tan suaves, nada tenían que ver con la apariencia criolla del muchacho. - Nunca ha de haber echado un pial - pensó.
-  Usted dirá – dijo después.
-  Me han dicho, –  dijo el joven – que  usted  goza  de la confianza del  Restaurador.
El hombre se tocó la vincha colorada que ceñía su frente y se irguió en el banco.
- Le han dicho bien – contestó orgulloso - si gusta sentarse...
-  Bien, - prosiguió el joven – si el Restaurador confía en usted, yo también  puedo
confiar. Me han pedido que le entregue un mensaje para que usted se lo lleve, que debe ser hoy mismo me dijeron, que es urgente. Se  trata de la vida de Paulino Barreiro, - agregó bajando la voz.
El joven notó una reacción en la cara de Arce cuando mencionó a Barreiro.
- ¿Don Paulino, del pueblo de los Quilmes? -preguntó – Puede darme el mensaje. ¿Qué le anda pasando a don Paulino? 
- Anda en apuros y pueden ser mayores. Por eso hace falta que le haga llegar hoy mismo este documento a don Juan Manuel. Es cosa de vida o muerte. - y le alcanzó un sobre lacrado que Arce tomó e hizo girar en sus manos.
-¿Y de parte de quién? - preguntó.
- No puedo decirle más – contestó el joven - ni yo mismo lo sé. Me dijeron que buscara a  Gabino Arce, que era hombre de la confianza del Restaurador, y que le pidiera que él mismo  le hiciera llegar este documento a don Juan Manuel a Palermo, o adonde estuviera, que usted sin duda iba a saberlo. – Es una cuestión de vida o muerte para Paulino Barreiro, y esta misión sólo puede cumplirla  Arce. Así me dijeron. No sé más. Yo ni siquiera lo conozco a Barreiro.
- Es un valiente – dijo Arce – yo lo vi pelear cuando las invasiones, lo vi pelear como un tigre contra el inglés. Don Juan Manuel va a tener  hoy mismo esta carta, joven. Quede  tranquilo.
-  Me voy tranquilo, pero antes déjeme invitarlo a un  trago. Le hizo una seña al pulpero pidiéndole una botella y fue él mismo a buscarla. La llevó a la mesa y sirvió dos vasos generosos.
-  Por la misión - dijo Arce levantando el vaso.
-  Por la misión – contestó el joven, tomó un largo trago y dejó el vaso sobre la mesa – Tengo que irme ya – dijo – me están esperando.
Los dos hombres se levantaron y salieron a la calle de tierra,  al fresco de la noche. Un intenso olor a madreselvas impregnaba el aire.  El joven miró las estrellas, caminó hacia el palenque y desató el alazán. Sacó el poncho  que guardaba bajo el cojinillo, y se lo puso - ha refrescado pero va a llover – dijo, mientras ajustaba la cincha. Montó  ágilmente y se volvió hacia Gabino Arce que lo había acompañado. Levantó el talero a la altura de los ojos, dio la vuelta y no necesitó castigar al animal que salió al galope hacia el norte.
Arce se llevó la mano a la vincha y se quedó mirándolo alejarse. – Lindo pingo, buen galope, ha de ser veloz como el rayo, y el mozo  monta bien, pero no son manos de criollo - volvió a pensar.
Cuando dejó atrás las últimas casas del poblado, el joven enfiló hacia el río y por un largo rato galopó sobre la arena mojada, brillante bajo  la luz de la luna.
Habría andado una legua ya, cuando sofrenó el caballo, miró hacia atrás y lanzó una inmensa carcajada que retumbó en la noche y se llevó el viento que había empezado a soplar.
- Adiós, Paulino Barreiro, - dijo en voz alta.
Aflojó las riendas y el alazán salió al tranco. Entonces, el joven Juan Montiel se arrancó la divisa punzó y la arrojó al río, que la devolvió mansamente a la playa. Volvió a mirar el cielo, y vio venir unas nubes tenues del lado del sur. - Va a llover – pensó. Después  retomó la marcha a media rienda, hasta el sitio cercano donde encontraría al hombre que lo iba a cruzar al Uruguay.         

LA MISIÓN      
   
Arce volvió a entrar a la pulpería y se sentó en su rincón. Mientras bebía, acariciaba el sobre y se preguntaba cuál sería su contenido.
Cavilaba. Don Juan Manuel no quería verlo, se había enfurecido con él por un error, una pequeña equivocación, una insignificancia, - Arce no quería recordar siquiera el episodio, - y le había prohibido presentarse ante él, si no lo llamaba expresamente. Él hasta ahora  había obedecido. Don Juan Manuel era muy estricto: cuando daba una orden debía cumplirse al pie de la letra. Hacía dos largos meses que no lo veía. Claro que en  este caso era diferente, era una misión. Se sirvió otro trago para darse fuerzas. El joven... ¿Ponce?, ¿Pedriel? Ponce, sí.  El joven Ponce se lo había dicho. Era una misión, le había dicho, y sólo él, Gabino Arce, podía llevarla a cabo. Volvió a mirar el sobre. La letra era grande y clara. No sabía leer, pero en cambio se expresaba con propiedad.
Había pasado su infancia en una estancia de Chascomús, donde su padre era el capataz y también domador, y había sido compañero inseparable de correrías  del niño Mariano apenas uno o dos años menor que él. (A mí no me digas niño más que enfrente de mis papás, le había dicho Mariano, cuando estamos solos no, decime Mariano nomás. Eso de niño es de mariquita. ¿Acaso yo no te digo Gabino, acaso no somos iguales?). Y la Señorita Irene siempre lo estaba corrigiendo: - así no se dice, hablá bien, que después mi hermano habla como vos, - le decía fastidiada. Mariano también lo corregía,  pero era diferente.- Yo te voy a enseñar a leer y te voy a enseñar a escribir, Negro, - le decía- y cuando seamos grandes vamos a seguir siendo amigos y nos vamos a comprar una estancia para los dos. Vamos a ser arrieros, vamos a domar. Yo te voy a enseñar a escribir para que estemos los dos en el escritorio. Sólo alcanzó a enseñarle  a escribir su nombre. A los trece años se separaron, cuando Mariano se fue a Buenos Aires a estudiar y él lo acompañó en el viaje.
Conoció un Buenos Aires conmocionado. A poco de su llegada, los ingleses habían invadido por segunda vez y todo era agitación en las calles. Dos meses después volvió con el patrón a Chascomús y ya no volvieron a verse. Mariano sólo  regresaba a la estancia en las vacaciones, con sus amigos. Para esos tiempos, Gabino estaba en una estancia vecina trabajando de prestado como peón. Era vivaz y  diligente, había demostrado que sabía soportar una broma, y a veces se  las  hacían  pesadas,  pero  él  soportaba,  no  lo asustaba el trabajo, tenía buena disposición. Se fue ganando la confianza  de  los  otros.
Lo que realmente amaba eran los caballos, y vez que podía, ahí estaba, en el potrero. Los animales parecían sometérsele. Cuando había alguno difícil de agarrar, él se ofrecía y al poco tiempo había logrado pasarle una rienda por el cogote y lo traía sumiso. Un día le pidió permiso al patrón para domar un potro nuevo. El patrón le dijo: – El zaino es mucho caballo para vos – en cambio, le permitió que empezara a domar unos petizos para sus hijos. Los peones lo estimulaban. - Va a ser domador y de los buenos este mozo -  decían. 
Así se hizo domador y fue recorriendo la provincia parando donde hubiera trabajo. Una vez, en una pulpería por los pagos de Lobería, vio entrar un grupo de jóvenes. Uno de ellos era Mariano y se paró para saludarlo. Mariano lo miró, contestó cortésmente su saludo pero era evidente que no lo había reconocido. Gabino se sentó y ya no se atrevió a acercarse.
Había vuelto a verlo en octubre de 1839, alrededor de un año atrás. La conspiración contra Rosas fue  sofocada a tiempo y Ramón Mazza fusilado. Arce había entrado con un grupo de mazorqueros al recinto de la Legislatura y allí mismo habían muerto a Manuel Vicente. Todo parecía estar en orden ya, cuando unos  estancieros del sur de Buenos Aires se habían levantado, pero también fueron derrotados en la batalla de Chascomús, en la que  Arce había participado con la mazorca. Se separó del grupo porque le habían ordenado escoltar a un oficial,  y ya de regreso, cuando había dejado  atrás  el campo de batalla y cruzaba el montecito de talas, oyó un gemido.
Buscó con los ojos y vio un hombre tendido sobre un poncho celeste, la cabeza apoyada contra un árbol, los ojos cerrados. Temió que fuera una emboscada. Aguzó los sentidos. Todo era silencio alrededor. Desmontó de un salto, sacó el cuchillo y se acercó lentamente al herido, que tenía el uniforme roto a jirones y el pecho cubierto de sangre. Un mechón canoso le cubría los ojos, y la barba incipiente sombreaba su cara extremadamente pálida. Arce sintió que el corazón se le salía del pecho. Casi temerosamente sus dedos toscos despejaron  la frente del hombre. 
-Niño Mariano – balbuceó.
El herido abrió los ojos, – agua - dijo quedamente.
Arce se arrodilló junto a él e intentó incorporarlo. El hombre lanzó un grito desgarrador – Dame agua... Negro – dijo, y se lo quedó mirando con unos ojos que ya no veían.                                                                                                                                         
Corrió  hasta  el  caballo,  sacó  el frasco  de caña de la  alforja y se lo arrimó a la boca.  El líquido  corrió  mezclándose  con  la  sangre seca.
Arce lo apretó largo rato contra su pecho, sintió el peso de la cabeza al caer sobre su hombro. Lloró. El gaucho recio, el mazorquero brutal, sintió sus propias  lágrimas calientes correr quemándole  la cara.
Respetuosamente se desprendió del abrazo, volvió a recostarlo contra el tronco, se sacó el sombrero y  le cerró los ojos. Tapó con sus manos esa mirada perdida para siempre en la llanura infinita.
Gabino Arce hizo girar el sobre entre sus manos y miró atentamente la letra grande, clara, dibujada. No  sabía leer, pero podía imaginar lo que decía: Excelentísimo Señor Gobernador, Don Juan Manuel de Rosas. Y adentro un mensaje del que dependía la vida o la muerte de  Paulino Barreiro. Sí, se arriesgaría, aunque  don Juan Manuel se lo hubiera prohibido, se arriesgaría. Terminó la botella y salió, rodeó la pulpería hasta el corral, ensilló su rosillo y montó con dificultad. Sintió como una cuchillada en la pierna izquierda. El viejo dolor que volvía. Estoy poniéndome viejo, pensó
Unas nubes que avanzaban desde el sur comenzaron a tapar la luna. El alcohol y los recuerdos hacían más negra la noche. Cuando llegó a Palermo el cielo estaba totalmente cubierto.  - Pero no va a llover – se dijo.

LAS ÓRDENES

Galopó por el camino apisonado que llevaba a Palermo. De los faroles  que bordeaban la calle a ambos lados, pocos estaban encendidos. – Noche rara – pensó Gabino – hay un algo en el aire... En ese momento gritó una lechuza. – Cruz diablo, reventá por el camino – dijo Arce en voz alta y se persignó. Puso el caballo al tranco. Unos metros más adelante, en una vuelta, el caballo dio un bufido y se abalanzó. A pesar de ir sumido en sus pensamientos, Arce sujetó, se afirmó en los estribos y castigó al  rosillo con su rebenque evitando la caída. Llegó a ver la cola de la víbora que se escondía entre los pajonales a su izquierda.       - ¡Que había sido flojo! – le  dijo  al  caballo inclinándose para acariciarle el cogote – si era una culebra nomás...
Al tranco llegó a la quinta. El cielo estaba totalmente cubierto ahora y había empezado a soplar un viento frío del sur. Después de rodear  el monte, tomó el camino que conducía a la casa. Había luz en la galería y un grupo de personas estaba entrando a las habitaciones. Fue hacia el galpón donde estaban reunidos los peones, que parecieron contentos de verlo después de tanto tiempo.
- Lo andábamos extrañando Gabino, ¿por dónde ha andado?
-  Por ahí nomás – contestó parcamente – tengo que verlo con urgencia  a  don  Juan Manuel, a ver si me hace anunciar...
- Vaya Simón hasta las casas - mandó-  y diga que aquí está Gabino Arce y que quiere ver al Gobernador. Échese un trago, compadre – y le alargó la botella de caña fuerte.
El negrito salió corriendo  y  volvió  al  cabo de  un rato,  decía la niña Manuelita que se presentara.
-¡Gabino! -  dijo Manuelita -  ¿qué hace por acá?  ¿No  sabe  que Tatita todavía  está  muy  enojado con  usted?!  ¿No se acuerda que le dijo que iba a estaquearlo si volvía sin que lo llamara? 
- Me acuerdo niña- contestó respetuosamente Gabino - pero esto es una misión. Una cuestión de vida o muerte me dijeron, y que su señor padre tenía que recibir esto hoy mismo. Sacó el sobre del tirador y se lo entregó.
- ¿Y quién lo manda?
- No lo sé niña, quien me dio esto fue un mozo que dijo llamarse  Ponce. 
- Si no ha comido vaya para el  galpón que algo va a encontrar, y espere allá –  dijo Manuelita – voy a ver qué puedo hacer. Según lo que diga Tatita  lo voy a hacer llamar.
Muy  poco después llegó el mulatito que le dijo - Don Gabino, dice la niña Manuelita que vaya, que mi padrino lo va a recibir.
Arce pensó que era un buen presagio. – Esto es de buen agüero, – se dijo – si me atiende tan pronto será que ya me ha perdonado.                                                 
Esperó largo rato parado frente a la casa, el sombrero en la mano. A la luz del  único farol encendido  vio salir al  Restaurador que atravesó la galería con paso firme pasando a su lado sin mirarlo, y caminó todavía unos metros sobre el pasto húmedo. Lo seguían dos  de los locos que siempre lo acompañaban. Uno de ellos, Eusebio, a quien el mismo Rosas se refería llamándole  Señor Gobernador,  estaba de uniforme y traía un bastón en la mano a manera de cetro. Al cabo de unos minutos de absoluto silencio, siempre de espaldas, mirando hacia a adelante, habló:
- Su excelencia  va a dar las órdenes – dijo Rosas señalando al mulato Eusebio con un gesto de la cabeza - y más vale que las dé bien, porque si no va a recibir unos buenos azotes, ya lo sabe.
Arce se acercó a los hombres y se paró frente a ellos con la cabeza baja. Rosas se quedó presente mientras Eusebio, con su voz atiplada, la lengua trabada por el alcohol, transmitía, no obstante las órdenes precisas.
- A  ver  Gabino  Arce,  repita  lo que le he dicho,  palabra por palabra,  – dijo - y míreme a los ojos,  recuerde  con  quién está  hablando:  está hablando con Su Excelencia -.
Arce sintió que le hervía la sangre. Miró a Rosas,  pero Rosas  miraba  al campo, a la oscuridad de la noche con una expresión   indescifrable, como si estuviera ajeno a lo  que  estaba  ocurriendo. Al cabo de unos segundos, haciendo un esfuerzo, Arce repitió la orden en voz alta.
- Ta’ bien dijo el mulato - ha entendido, puede irse.
 Rosas se dio vuelta y cuando cruzaba la galería hacia las habitaciones, oyó que el mulato decía por su cuenta: - y no lo olvide, el tiro de gracia se lo da en la cabeza. A ver, repita.  
La carcajada de Rosas, que lo había ignorado, que no lo había mirado una sola vez en el transcurso de la entrevista, aumentó su  humillación y Arce pensó que qué raro era todo, que  cómo era posible que por momentos odiara así, con tanta fuerza a ese hombre por el que no vacilaría en dar la vida, sin embargo.
                                                 
HACIA QUILMES

Gabino Arce encontró a Ciriaco y al Moncho visteando en el patio trasero de la pulpería del Tuerto.
- Déjense de estar canchando como dos chiquilines que tenemos cosas más importantes que hacer – dijo severo - ¿dónde se ha metido Prudencio?
- Vealó - contestó el Moncho - ahí viene, mamado, y como salido de un entrevero, - y gritó - Arreglate el chiripá, sotreta, que al jefe no le gustan los negros zaparrastrosos.
Prudencio echó mano al cuchillo, se tambaleó – Repetí tus dichos, Moncho – dijo – repetí, si sos hombre.
- Quieto Negro- dijo Gabino, su voz imponía respeto, -  deje los bríos para los salvajes unitarios, y para los traidores, no nos vamos a achurar entre nosotros. Y vayan ensillando que tenemos que hacer tres leguas antes que amanezca. Cuando acaben me buscan adentro y nos vamos.
- Una caña – le pidió al tuerto – y deje la botella nomás,  que ahí vienen los otros.
Parado en el extremo del mostrador, mientras esperaba a sus compañeros, pensó en la misión y por primera vez sintió que le costaba cumplir una orden. Se preguntó por qué. El motivo no era que lo conociera a Barreiro, a tantos había conocido y su mano no tembló cuando tuvo que matarlos. Ni porque le tuviera especial aprecio. Pero este era un hombre de coraje. Eso era, pensó: el coraje es lo único que vale. Y el recuerdo que hoy le había vuelto a la mención de su nombre, volvió nítido ahora. Tuvo la visión precisa. Cuántos años habrían pasado desde las invasiones de los ingleses. ¿Treinta, cuarenta? Él, Gabino Arce era un chiquilín. El patrón había llegado al rancho y le había dicho a su madre:
-  Me lo llevo a Buenos Aires, a Gabino.
-  Mande, patrón - contestó ella.
Preparale una muda de ropa limpia  y que mañana a las cinco esté en la casa. Vamos a salir con la fresca.
- ¿Es para siempre patrón? – se atrevió a preguntar.
- No – se rió él – en menos de un mes te lo traigo de vuelta. Es para que le haga compañía a Mariano en el viaje. Ése sí se queda en Buenos Aires. 
- Mande patrón - contestó la mujer, y se llevó una mano a los ojos.
- No estarás llorando – dijo – hay  que embromarse, el chico va a conocer la ciudad y vos llorás.
Hizo un gesto con la mano y se alejó fastidiado.
Mucho antes de las cinco, Gabino estaba ya en la casa. Mariano que también se había levantado mucho antes de que amaneciera,  había ensillado su caballo.
Desensillá que papá dijo que te prestaba el Refucilo y el Ocaso – dijo Mariano y los ojos de Gabino brillaron de alegría –; están en el corral.
- ¿Los alazanes?
- Vamos con tropilla de un pelo  –  dijo  Mariano con orgullo  – todos, también los de refresco. Quise ensillar el Ocaso pero no se dejó  agarrar.
Gabino se rió, entró al corral y volvió poco después  con el caballo de  tiro. Lo ensillaron y soltaron el resto de la tropilla al campo.
 Llegaron  al galope a la casa. El patrón les dijo: –A ver si se dejan de estar cansando los animales, tenemos  veinticinco leguas por delante, ya  van a tener tiempo de  cansarlos y de cansarse ustedes. Vayan a  tomar algo a la cocina y usted vaya a saludar a su madre – dijo dirigiéndose a Mariano – que ahí está llorando como si usted se   fuera  a la guerra, ¡estas mujeres...! 
                                       
LA TRAVESIA

La comitiva estaba conformada por Don José Mariano, los dos muchachos, y tres peones que iban a caballo, llevando la tropilla por delante. Otro hombre, en el  coche, llevaba las vituallas y regalos para la gente de Buenos Aires.                      
Ya en la Magdalena les habían dicho que no les convenía seguir, que los ingleses, que habían tomado  Montevideo y la Colonia del Sacramento, era probable que intentaran invadir Buenos Aires nuevamente. Allí hicieron noche, y cada viajero que llegaba traía una versión diferente: que se habían visto barcos merodeando la costa, que los ingleses habían vuelto a desembarcar en Quilmes, que traían un ejército poderoso, que habían arrasado Montevideo, que ya avanzaban hacia Buenos Aires.  El patrón  dijo: – Tanto no será - y decidió que siguieran viaje al día siguiente a la madrugada. Mariano y él estaban excitados ante la aventura y se quedaron despiertos hasta mucho después de que se hubieran apagado los candiles, imaginándose en medio de una batalla.
Al llegar a Quilmes, se detuvieron en la casa de unos amigos del patrón. Allí  quedaron los peones que debían volver al campo al otro día. Los tres, y el coche, hicieron el último tramo del viaje, hasta la casa de los abuelos de Mariano. Era el 24 de Junio de 1807, el día de San Juan y de su cumpleaños. A Gabino, -que se llamaba Juan Gabino en honor al santo-,  no le alcanzaban los ojos para ver la ciudad que superaba todo lo que  hubiera podido imaginar.
Se alojaron en la amplia casa de los abuelos, donde todos los días había visitas. Los hombres se reunían a comentar la situación y las mujeres los últimos chismes entre mates y pasteles. Nadie prestaba atención a los muchachos que aprovechaban para salir y andar por la ciudad. Mariano, que había estado allí el año anterior, le mostraba a Gabino el cabildo, el fuerte, la catedral con sus torres truncas después del derrumbe ocurrido la noche de aquel 24 de Mayo de 1752, las iglesias. Paseaban por la recova vieja, y alguna tarde fueron hasta el río  a  caballo,  y  estuvieron   largo  tiempo  escuchando  a  la  gente, lavanderas y sirvientes, que también hablaban de los ingleses. Gabino iba a recordar también, y para siempre, unos ojos dulces y lánguidos y el sabor de los pasteles que le ofreció aquella negrita.
El 1º de julio de 1807, por la noche, llegaron noticias de que un gran ejército había desembarcado en la ensenada de Barragán. Efectivamente, las tropas marchaban, costeando el río, hacia la reducción de los Quilmes, donde acamparon. De allí, partió una vanguardia de los navíos, hacia el Riachuelo. Todo era revuelo y preparativos aquella  noche del 3 de julio, húmeda y fría como lo son casi siempre las noches de Julio en Buenos Aires. Se abrieron fosas atrincherando la ciudad y se emplazaron cañones. Las azoteas fueron ocupadas para resistir el asalto. El  estruendo en la oscura madrugada, despertó a los muchachos a quienes se ordenó que no se asomaran siquiera a las ventanas. Los patricios dejaron avanzar a los ingleses hasta donde no tuvieran por dónde huir y a medida que avanzaban se hacía más vivo y tremendo el fuego desde las azoteas. Durante toda la mañana prosiguieron los combates. Los  muchachos, ante el descuido de los mayores, ganaron la calle, y con la imprudencia propia de la edad se arriesgaron a morir bajo el fuego cruzado. Adosados a las paredes recorrieron las calles y llegaron a Santo Domingo. Y fue allí, donde Gabino vio la imagen que ahora volvía insistentemente a su memoria. Dos hombres luchaban encarnizadamente sobre el techo de la Iglesia. De pronto los vio desplomarse. El inglés estaba muerto. El otro se llamaba Paulino Barreiro. Se paró el hombre, revisó el arma y por un raro instinto giró sobre sí mismo y disparó sobre el soldado que venía a matarlo.   Ese era el hombre al que ahora debía fusilar. Me estoy poniendo flojo – pensó Arce – me estoy  poniendo viejo y apuró el vaso de caña. - Terminen la botella y nos vamos- dijo a los otros – tenemos que hacer tres leguas.

EL CRIMEN

Galoparon callados en la noche hacia el sur. Estaba aclarando cuando pasaron por el primer  puesto, y  ya pudieron divisar las casas. En la pulpería de Gómez había una carreta de la que estaban descargando  bolsas de yerba y harina y unos cajones de caña. - Vamos a echar un trago para matar el frío – dijo Arce, los ojos torvos,  revueltos – y le exigió  una botella al pulpero. El hombre se la alcanzó temeroso.
La botella pasó de mano en mano y ya vacía fue a estrellarse contra una piedra. Embrutecidos por el alcohol salieron al frío de la madrugada.
- En alguna casa están horneando pan – dijo Ciriaco – vez que siento este olor me acuerdo de mi madre.
- Esta no es hora de mentar la madre – dijo Arce sombríamente.
Se dirigieron a la plaza y al llegar a la casa de Paulino Barreiro, abrieron la puerta de un empellón, atravesaron el patio, buscaron en las habitaciones y  arrancaron al infeliz de la cama. Lo  arrastraron hasta la plaza, sin que pudiera comprender lo que estaba ocurriendo.
- ¿Por qué? – alcanzó a preguntar.
- Por inmundo unitario – fue la única respuesta y dando gritos, lo atacaron ferozmente. La  cabeza rodó lejos  del cuerpo ensangrentado.
Los hombres montaron dispuestos a retirarse, cuando Arce recordó las órdenes del Restaurador.
- Hay que fusilarlo – dijo, y todos volvieron a desmontar. 
Los tres hombres apuntaron y dispararon sobre el cuerpo tendido.
Arce, le dio el tiro de gracia a la cabeza.

                                                                                                   
(c) Sonia Otamendi
Quilmes
Provincia de Buenos Aires
                                                                                                            
Noviembre del 2000


Paulino Barreiro fue un Juez de Paz que estando al frente de  su cargo en Quilmes, fue asesinado por la mazorca en la madrugada del 18 de septiembre de 1840.

Acerca de la autora:



Sonia Otamendi es escritora y artista plástica. Dirige la revista Agenda del Sur desde hace 15 años.

                                                                                                                                        

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