viernes, 29 de junio de 2012

La carta de Gardel - novela (fragmento)



Para no caer en la recurrente costumbre de pensar en lo que Alejandro le había dicho durante el  día, se había comprado algunos libros para leer cuando volvía a su casa. Mary me había llamado por teléfono, las dos estábamos ahora en Buenos Aires. Estaba algo desencantada con el nuevo puesto, dijo. Alejandro evidentemente necesitaba a una persona como ella para que fuera su secretaria: sabía contener a Ileana, su mujer, o mejor dicho, a los celos de Ileana. Casado y con cuatro hijos, Alejandro necesitaba respirar, así se lo había comentado a Mary. Y cada tanto realizaba un viaje de negocios, solo, sin Ileana. La secretaria anterior había renunciado, Ileana era capaz de llamar a la oficina unas veinte veces al día para preguntar por Alejandro o para contar alguna nimiedad. Era necesario poner en ese puesto a alguien con experiencia y también con paciencia. Mary, aunque ganaba un muy buen sueldo, ya no era como en el caso de Guillermo, una especie de hija que recibía órdenes y atendía los caprichos del jefe. No, en este caso, Mary era como la analista o tal vez la hermana mayor. Escuchaba ladrar los perros durante la noche, eran ladridos secos, tal vez a alguno lo habían dejado
suelto en el balcón y le parecía que estaba de nuevo en el pueblo. En esos momentos, decidía ponerse a leer libros de historia, relatos de personajes que habían sufrido algunos avatares  ya  lejanos en el tiempo. Necesitaba hablar conmigo, dijo, porque en algún momento sabía que se iba a descubrir quién se había llevado la carta. Y además en la gran ciudad estaba sola, por más que iba a bailar tango y durante el día el horario de oficina le ocupara todas las horas. Algunas batallas, algunos personajes que aparecían en esos libros, la distraían de sus pensamientos a veces obsesivos. Alejandro había escalado hasta uno de los puestos más altos de la empresa y ya una mujer como Ileana era demasiado doméstica para él. Eso era lo que él creía y así se lo había dicho a Mary. El drama se avecinaba y Mary tenía que acompañar al jefe en sus confesiones, entre café y café, entre reunión y reunión. Una batalla más, pero distinta, muy distinta a las que leía en los libros de historia.

Me preparé un café y prendí la televisión sin sonido, las luces de la noche en la ciudad parecían hacerme alguna compañía. No dudaba en todo lo que me había contado Mary de su nuevo jefe, pero me hacía preguntas
a mí misma en forma continua: ¿por qué Mary podría haberse llevado la carta de Gardel? ¿por qué la señorita Ana se empecinaba en recuperarla?¿qué valor podía tener esa carta para alguna de estas dos mujeres?
El revólver sobre la mesa, las facturas de los gastos que había hecho para realizar algunos seguimientos se amontonaban en una pila. Por momentos, en la investigación me parecía estar en un callejón sin salida.
¿Y quién más podría haberse llevado la carta? ¿por qué alguien como Mary necesita mudarse de escenario cada tanto tiempo, para vivir su vida, como si se cambiara de traje o mudara su piel? Preguntas, interrogantes  que tal vez esta noche, como en otras noches, quedarían flotando en mi mente, sin tener ninguna respuesta.

(c) Araceli Otamendi - todos los derechos reservados