domingo, 25 de septiembre de 2011

La carta de Gardel - novela - (fragmento)



El jardín de la señorita Ana bullía de flores, de perfumes, y también de insectos. Había mosquitos, nubes de mosquitos que atacaban en cualquier parte del cuerpo donde no se hubiera puesto repelente. Los mosquitos daban vueltas y vueltas, intentaban encontrar a alguien, una presa, una nueva víctima, no había que permitirles eso. Estábamos adentro de la casa y desde ahí miraba los jazmines, las hortensias, las margaritas, la parra, la morera, la higuera, el níspero.

Nos sentamos a comer a la una en punto. La comida era adentro de la casa. La señorita Ana nos había invitado a las doce.

Estábamos   Pablo, el sobrino de la señorita Ana que había quedado huérfano y ahora estaba bajo su ala protectora, el profesor de tango y yo. Las ventanas estaban protegidas por alambre tejido fino, para que no pasaran moscas ni mosquitos, tampoco abejas.

La señorita Ana pensaba seguramente que el momento del almuerzo sería más agradable si se escuchaba música de tango y el profesor asintió.

Desde la ventana se podía ver la reluciente Harley-davidson del profesor quien había prometido llevar a dar una vuelta a Pablo, más tarde.

La conversación transcurría sin mayores sobresaltos. Ya habíamos pasado de hablar de Gardel y Razzano a Piazzola. También Eladia Blázquez y el polaco Goyeneche. No faltaron ni Aníbal Troilo, ni Pugliese.

El profesor de tango matizó la conversación con algunas anécdotas. La señorita Ana recordó que había sido Ricardo Güiraldes, el autor de Don Segundo Sombra quien enseñaba a bailar el tango en París. Luego fue hasta la biblioteca y tomó un libro, de Güiraldes y lo mostró. El profesor asintió. Pablo aseguró que había
leido el libro y yo le pedí el ejemplar a la señorita Ana para hojearlo.

El profesor de tango aseguró después que Gardel había cantado ante el maharajá de Kapurthala. A la señorita Ana pareció gustarle el tema porque lo siguió, y hasta parecía exigir más detalles que el profesor pasó a explicar.

El asado estaba riquísimo, tal vez la carne  tenía demasiada sal y bebimos vino tino y tomamos también agua y todo eso amenizado con la música de un tango.


- Lo vi bailar con sus alumnos - En el bar, el otro día, algunos bailan muy bien, dije.



- Llevo años enseñando a bailar el tango. Pero es la música y el sentimiento los que deben guiar el cuerpo, hay que seguir la música , mantener el ritmo.



- Eso que usted dijo es cierto - afirmó la señorita Ana y agregó: - el profesor sabe lo que dice, a mi también me enseñó a bailar.



Pablo, el sobrino de la señorita Ana miraba hacia la ventana como si esperara a alguien.  Parecía ensimismado y la señorita Ana le preguntó qué le pasaba.



- Nada, no pasa nada, Ana. Estoy cansado, nada más.



- Y cómo no va a estar cansado si volvió a las ocho de la mañana - dijo la señorita Ana. Tenía un tono de enojo en la voz.



- Los jóvenes se acuestan a esa hora - dijo el profesor. Van a bailar y vuelven de día  a la casa.



- ¿Y no sería mejor que durmieran de noche? Así tendrían tiempo de vivir de día y no dormir tanto a la mañana.



El profesor de tango le guiñó un ojo a Pablo. La señorita Ana anunció que después  iban a comer un postre helado.



Afuera, en el jardín, los dos perros de la señorita Ana se habían echado a dormir bajo el alero que rodeaba la casa. Hacía un calor insoportable que presagiaba un verano tórrido, pegajoso. El profesor de tango preguntó si no había que apagar las brasas de la parrilla y la señorita Ana respondió que no. Se apagarán solas, hasta que el carbón  se consuma, hasta el final, dijo.

Ahora todos se habían sentado en la galería, después de rociarse el cuerpo, la ropa, el pelo con repelente de insectos. Yo también lo había hecho.
A lo lejos se escuchaban ladridos de perros, y más lejos el rugido de alguna moto dando vueltas por el pueblo.

Pensaba que éste sería el mejor momento para ir hasta la biblioteca y mirar los libros, tal vez abrir alguno al azar. Algo que me indicara qué pista seguir, ¿quién se podría haber  llevado la carta de Gardel ? la señorita Ana la había guardado con tanta ilusión y también compromiso con su tía Adela, con su recuerdo.

(c) Araceli Otamendi - todos los derechos reservados

viernes, 16 de septiembre de 2011

La carta de Gardel - novela - (fragmento)


La noche en que buscaba un poema de Francois Villon entre papeles dispersos, la señorita Ana Lazio vio cómo la lámpara proyectaba en el cristal una esfera de luz blanca, casi evanescente.
Seguramente iba a escribir la historia de una noche, y para eso quería leer antes el poema de Francois Villon.



Poco después anotó:



- un mendigo y un perro

- un grupo de hombres vestidos de payasos

- un florista en el quiosco abierto las veinticuatro horas

- un policía

- un cartonero

- una ambulancia

- el dueño de un bar

- una mujer que acaba de ser abandonada

- una pareja haciendo el amor

- una monja que cuida a un enfermo

- una enfermera que cuida una sala de terapia intensiva

- una mujer que va a tener un niño

- un niño que nace

- un sueño, el de las flores y la lluvia

- un deportista que va a competir al día siguiente por un premio

- un hombre que ha sido abandonado por su mujer

- un jardinero que se levanta a la madrugada para ver cómo se abrieron las flores



Podría, con todo eso, escribir la historia de una noche, una noche cualquiera, la noche única donde cada uno de los que estuvieran despiertos pudiera decir, soñar, o hacer algo durante el transcurrir de su efímero tiempo. Donde las sombras ocultaran los colores que el sol todavía lejano hacía brillar durante el día y los más negros pensamientos deambularan, se presentaran irrumpiendo en la oscuridad. Y para conjurarlos leería el poema de Francois Villon ¿dónde estaba?

Seguramente había abandonado el papel entre algunos libros. Lo seguiría buscando hasta el amanecer, hasta dormirse entre las sábanas, entonces repasaba el sueño de la noche anterior ...

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados
 
imagen: afiche Gardel-Razzano, fotografía tomada en el Museo Casa de Carlos Gardel (c) Araceli Otamendi

domingo, 4 de septiembre de 2011

La carta de Gardel - novela - (fragmento)


Era él, el hombre de la Harley-davidson, el que estaba en el bar frente al río, el que viajaba en el ómnibus al lado mío, el de los zapatos blancos y ahora en el bar...
El profesor de tango, ¿cuántas facetas podía tener alguien?
Le dije hola y me dijo hola. ¿Había alguna otra casualidad? Tal vez sí. Y lo que era peor y más misterioso aún,  hasta había soñado con él la noche anterior. ¡Qué extraños son los sueños! ¿cierto? A veces no son más que pesadillas, que como las de Edgar Allan Poe se transforman en cuentos. Ese hombre, se había transmutado ahora en un profesor de tango. ¿Y si no hubiera sido más que una excusa?
Habían llegado ya algunos alumnos y también el pianista.
Pedí un café cortado y me quedé mirando cómo la primera pareja salía a bailar. Vamos a hacer unos pasos, dijo el profesor. La música  sonaba, y yo me dedicaba a mirar a los que bailaban, con qué entusiasmo lo hacían. Este es el tango salón, afirmó  el profesor.
Si hasta la señorita Ana me había dicho que ella también había tomado clases con el profesor.
¿Buscaba pareja? le pregunté entonces y ella dijo: no, no es eso lo que busco. Quiero bailar nada más.
Es como cultivar el jardín y atender la huerta. Me divierto. La miré entonces. La señorita Ana era muy reservada.
Pero algo me había contado, tenía una gran obligación moral, dijo. Debía cuidar a Pablo, su sobrino, huérfano de padre y madre. Los padres de Pablo se habían matado en un accidente. Pensaba en todo lo que me había contado la señorita Ana, esa mujer que me había encomendado la investigación acerca de la carta.
De pronto me encontraba con un caso, y también con una vida que debería dilucidar. Ahora, Pablo, entraba en la escena. La voz del hombre me sorprendió:

- ¿En qué piensa?

Los alumnos habían dejado de bailar y el pianista seguía tocando ahora con otros ritmos. Había que darle lugar a otra música, a otros clientes del bar.

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

imagen: fotografía tomada en el Museo Casa de Carlos Gardel (c) Araceli Otamendi