lunes, 23 de noviembre de 2015

La carta de Gardel - novela (fragmento)



 

Una carta, un as de corazones había cambiado la mañana. ¿Encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser, en una mesa de disecciones? - decía Lautréamont. No, no era eso lo que había ocurrido. Sólo un as de corazones, un azar, un encuentro fortuito en la calle, había cambiado el hilo de la investigación. Porque el as de corazones es como una partícula de espín 1, según la física, es como una flecha: parece diferente desde direcciones distintas. Sólo si uno la gira una vuelta completa, un giro de trescientos sesenta grados, la partícula parece la misma. Es una teoría, nada más. Y tal vez estuviera equivocada, quién sabe.
La carta ¿quién sabe a quién se le habría caído? ¿de dónde habría llegado? había indicado el rumbo a seguir. Por lo menos ese día.
Tal vez hubiera perdido mucho tiempo en investigar a Mary, habría que haberla dejado tranquila y haber seguido por otro lado ¿para llegar a las mismas conclusiones?
A lo mejor había que darse una vuelta por el pueblo de la señorita Ana, conseguir la carta de Gardel olvidada en algún rincón, en algún escondrijo, indagar en el alma de alguien hasta ese momento sin ninguna sospecha. O tal vez habría que ir a la ciudad, a la gran ciudad nuevamente, preguntar, mezclarse en algún boliche de tango, hasta dar con alguna pista.
¿Isidro? por ahora, descartado. Era un buen tipo, transparente, casi rozaba la ingenuidad. ¿Cómo estaba tan segura de eso? Cazar las aves con luz, es el verdadero encandilar. ¿Y a quién investigar, entonces? Había quedado afuera de la pesquisa el sobrino de la señorita Ana. ¿Dónde estaría ahora?
(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

jueves, 17 de septiembre de 2015

La carta de Gardel - novela (fragmento)



 

¡Qué bien se podía estar en el spa! cerca de la piscina con aguas termales, rodeada de personas que acudían a ese lugar en busca de relax y quién sabe qué otra cosa. Hasta ahí me había llevado la investigación encargada por Isidro, mi amigo. La mujer o mejor dicho futura exmujer, estaba ahí, a metros de donde yo estaba, sentada cerca del agua, con anteojos oscuros -como los míos- , una salida de baño color violeta con flores estampadas en azul, amarillo y rojo. Se había pintado los labios del mismo color rojo de las flores de su vestimenta y parecía a punto de lanzarse al agua. Había algunas otras mujeres solas, de unos cuarenta, cincuenta o más años, también sentadas cerca de la piscina y algunos hombres también. ¿Qué hacían todos ahí, en ese lugar? El folleto de bienvenida del hotel y spa hablaba de pasar unos días de descanso y relax.

Había que recuperarse del estrés que se originaba en la ciudad y estar cerca de la naturaleza, pero no alejado del todo de la diversión. A la noche se podía acceder al casino situado solo a unos cien metros del lugar. También ubicado en un hotel. ¿Qué harían ahí esos hombres que deambulaban por el parque donde estaba la piscina?

A Isidro se lo comentaría después, ¿para qué inquietarlo? En una ciudad de provincia encontrar un lugar así era algo parecido a encontrar un paraíso.

Macarena, la mujer de Isidro, se había alojado ahí desde hacía unos tres días, según había podido averiguar. A cambio de semejante aburrimiento, pasar unos días en el spa, para investigar a su mujer, Isidro me había pagado honorarios por adelantado. En el bolso mediano, semejante a una caja, que había comprado en una farmacia, estaba el revólver. Después de todo, en un lugar así, uno no sabía con quién podía encontrarse. Por el pasto, se acercaba a la piscina una lagartija. El calor se tornaba insoportable, el verano estaba próximo.
Además de la lagartija, alguien más también se acercaba a la mujer de Isidro.
Trataba de disimular, si ella me había reconocido o no, por ahora no lo sabía.

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

 

jueves, 10 de septiembre de 2015

La carta de Gardel - novela (fragmento)



 

Ningún calificativo le iba también a Isidro como el de cómodo. Sería por eso que se había casado tantas veces. Porque estar en pareja le sentaba bien, se aseguraba varias cosas: la casa ordenada, las cuentas administradas, la ropa limpia y seca, las reuniones con amigos organizadas, las salidas. A cambio, tenía que pagar casi todas las cuentas de su mujer y de la casa. Un matrimonio de otra época. Y ahora venía con el problema a mi oficina. Una vez más. ¿Qué podía decirle? Hiciste mal de casarte con ella, no era para vos, te equivocaste. No tenía sentido, era mi amigo. Por lealtad pensé en decírselo, como le había dicho muchas cosas cuando me consultaba. Estaba por llegar a mi oficina y yo tenía la cabeza en otras cosas.

Golpearon la puerta y abrí pensando que era él. Pero no, era el encargado del edificio con una carta. Miré el remitente, no sabía quién era. La dejé para abrir más tarde. A los cinco minutos llegó Isidro. Lo hice pasar y sentar en un sillón de cuero desvencijado. Casi enseguida me contó que quería divorciarse, pero antes saber por qué se sentía tan mal. Pensaba que lo estaban envenenando, dijo.

- ¿Por qué se te ocurre eso?

- Tengo algunas molestias raras, dolores de cabeza, a veces de estómago - dijo

- ¿Te hiciste ver por un médico?

- Sí, fui al que voy siempre.

- Y ¿qué te dijo?

- Me pidió que me hiciera algunos estudios.

- ¿Te los hiciste?

- Todavía no. Quería hablar con vos antes, por si me pasa algo...

Me llamó la atención que Isidro me planteara este tema, nunca lo había hecho con sus separaciones anteriores. Tal vez fuera en serio y alguien lo estuviera envenenando. Decidí cobrarle honorarios.

- Voy a tener que cobrarte, no puedo investigar gratis.

- ¿Cuánto me cobrarías?

- Voy a tener que viajar varias veces al pueblo. No puedo alojarme siempre en tu hotel. Voy a tener que pasar desapercibida, hacer algunas averiguaciones...


(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

miércoles, 26 de agosto de 2015

La carta de Gardel - novela - fragmento




 

Ya estaba en Buenos Aires, de vuelta. Unos días en un pueblo de la provincia de Buenos Aires le habían bastado para escapar de la gran ciudad. Ahora el momento de retomar las obligaciones. No había dejado de pensar en Mary, en las palabras que ésta le había dicho la última vez que la vio. Estaban en el comedor de la casa de Mary y en eso había sonado el timbre, pero Mary le hizo señas de que se callara. Se asomó apenas a la ventana, detrás de las cortinas. Después le hizo una seña de que se retiraran hacia la cocina. El timbre seguía sonando. Empezaba a preguntarme quién estaba ahí afuera, a quién no quería atender.

Después se escuchó el motor de un auto que arrancaba y el chirriar de las ruedas, se iba a toda velocidad.

Le hice un gesto preguntándole a quién no había querido atender y ella dijo:

- Indeseables que vinieron a tocar el timbre, hubo muchos. Ahora ya sé, directamente no abro la puerta.

No quise preguntarle más, ya me enteraría de quién se trataba, cuando ella tuviera ganas de contarme. O tal vez no, no quisiera decir nada.

Una llamada había interrumpido mis pensamientos. Estaba en la oficina, y desde esa altura miraba la calle, los transeúntes iban y venían, el ritmo de la ciudad era rápido, agotador, el ruido de los autos, los colectivos, alguna sirena, producían un rumor que parecía no apagarse nunca.

La voz de Isidro, mi viejo amigo, en el teléfono:

- Tengo que hablar urgente con vos.

- ¿Pasa algo?

- Sí, voy a divorciarme.

- ¿Otra vez?

- Esta vez tiene sentido. Nada le alcanza, nunca está conforme, es voraz, siempre quiere más y más cosas y más cosas.

- Vos la elegiste.

- No sé quién eligió a quien. Tal vez sea cierto, lamentablemente, lo que vos decís.

- Voy a estar en la oficina, podés pasar por aquí.



(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

domingo, 2 de agosto de 2015

La carta de Gardel - novela (fragmento)




¿Cuántas veces le habían robado el tiempo? ¿cuántas veces había dejado que se lo robaran? saqueadores de tiempo los llamaría Mariana. Eran tantos. Las preocupaciones, las actividades, las personas que se le acercaban para contarle... ¿quiénes eran? Esos interrogantes y muchos otros se le presentaban ahora que se iba del pueblo rumbo a la ciudad. Otra vez, una vez más... Tal vez nunca encontraría la respuesta a la investigación sobre la carta de Gardel. Tal vez Mary nunca había tenido esa carta en su poder. Tal vez todo había sido un invento de la señorita Ana para complicarle la vida a Mary y a otros. Y a propósito de la señorita Ana, ¿a quién le importaba ya su muerte? Había hablado con algunos lugareños, vecinos de la mujer que le había encargado la investigación. Ana era ahora solo un recuerdo. Volvió a preguntarse por los que le robaron el tiempo, Ana había sido también uno de ellos. Este tema y otros similares le habían sido planteados por Mary durante su última conversación. La mujer se había lamentado ante ella por haberse involucrado en la investigación, su vida había sido un laberinto de preocupaciones que ahora no le interesaban en lo más mínimo. Guillermo, su antiguo jefe, Alejandro, el jefe que le había seguido a Guillermo, Julio, el profesor de tango, ¿quiénes eran ahora? recuerdos, solamente recuerdos, vagas imágenes diluidas que aparecían durante alguna noche para perderse después. Como en un tango. Como en el tango del que ya conocía la letra y anhelaba desprenderse para tararear otra canción. Mary le había confesado que lo que más le gustaba de su nueva vida era el jardín y los animales de la granja. También salir a caminar por el campo y pisar la hierba, y sentir el olor característico de la tierra. Obviamente con Mary no se podía conversar por ahora, acerca de la carta. Nuevas ocupaciones la esperaban en la ciudad ahora que se dirigía ahí. ¿Cómo estaría todo? Le hubiera gustado tener cerca a Angélica, su tía piola, esa que la escuchaba cuando era adolescente, donde ella podía acudir con su silencio o con sus palabras, o a Martín, ese amigo al que podía llamar para hacerle confidencias. Ahora, ellos no estaban. En su lugar había otras personas, nunca serían los mismos, solamente existían, se dijo, en un lugar de su memoria.

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

sábado, 18 de julio de 2015

Gran Premio de la Provincia de Buenos Aires - Jorge Herralde - Discurso de Agradecimiento

Jorge Herralde, Juan Carlos D´Amico y Ricardo Piglia

(Buenos Aires)

El 25 de junio de 2008 el editor Jorge Herralde recibió el Gran Premio de la Provincia de Buenos Aires en el Colegio Nacional de la Plata, premio impulsado por el escritor e historiador Mario Pacho O´Donnell.  Lo acompañaron en el acto Ricardo Piglia y Juan Carlos D´Amico - Presidente del Instituto Cultural de la Provincia de Buenos Aires. Luego, el Gobernador Daniel Scioli, le entregó el premio. Concurrí al acto esa mañana y conocí personalmente al fundador y editor de la editorial Anagrama, de la que soy lectora de sus libros desde hace muchos años. Después de mi solicitud para entrevistarlo, desde Barcelona, Jorge Herralde me envió su discurso completo para publícarlo en la revista Archivos del Sur.

Gran Premio de la Provincia de Buenos Aires: discurso de agradecimiento

SOBRE EL OFICIO DE EDITOR
Agradezco al Gobierno de la Provincia de Buenos Aires este inesperado galardón, al historiador Mario Pacho O’Donnell, su impulsor, así como a Juan Carlos d’Amico, presidente del Instituto Cultural y al gran escritor y buen amigo Ricardo Piglia y sus generosas palabras de presentación. Y paso a leerles un discurso de agradecimiento, me temo que no muy breve, en forma de díptico: dos textos independientes pero en cierto modo complementarios. El primero sobre alguno de los dilemas y paradojas a los que se enfrenta un editor y el segundo, "El catálogo como ciudad", sobre cómo se reflejan en Anagrama. Algo así como teoría y práctica, dicho sea con poco énfasis.


1

El oficio de editor, algunos dilemas y paradojas
Un editor, y aquí me refiero a una raza particular de editores para quienes lo único sagrado es la coherencia de su catálogo, tiene que intentar ser un experto en conciliar paradojas.

Así, por ejemplo, debe practicar la llamada "política de autor", siguiendo la trayectoria de sus mejores escritores, aun en sus títulos menores o poco afortunados, pero inesquivables, y simultáneamente buscar las nuevas voces de su tiempo, los posibles clásicos del futuro.

Los grandes autores del catálogo, a menudo vivos y en plena actividad, otros ya fallecidos cuya obra se quiere rescatar (véase Nabokov o Sebald, en nuestro catálogo), ocupan una parte considerable del codiciado espacio editorial, en realidad casi un numerus clausus, por lo que cada nuevo autor incorporado debe competir ferozmente con muchos candidatos para la casilla vacante del catálogo.

Otro ejemplo, bien típico en la profesión, consiste en publicar libros con los que uno sabe con toda seguridad que perderá dinero (las desviaciones estadísticas son mínimas), pero se siente obligado a hacerlo, bien por la excelencia literaria incuestionable de un texto, bien por tratarse de un autor prometedor, desconocido y que no apuesta por la facilidad, entre otros ejemplos.

Esta pérdida financiera puede venir real o ilusoriamente "compensada" (lo que en jerga contable podríamos denominar como "invertir en lucro cesante") por un aumento del "capital simbólico" de la editorial, de su posible "aura", que transmite a los "lectores fuertes", así llamados por los franceses, el mensaje de que todos los títulos de la editorial están escogidos tan sólo por motivos culturales y literarios. Y, por ello, los autores desconocidos o debutantes pueden protegerse bajo el paraguas del aura de la credibilidad.

Naturalmente, este mensaje sólo puede ser descodificado por aquellos lectores que sigan con atención una trayectoria editorial. Más aún, que capten el opaco concepto del oficio de editor, que para la gran mayoría de lectores (a veces llamados lectores no-lectores) es un enigma que ni se plantean.

Sin embargo esos "lectores fuertes", entre los que se incluyen por fortuna libreros tan vocacionales como los propios editores, son los que pueden propiciar el imprescindible boca-oreja para que ciertos títulos inesperados triunfen, sin campañas de marketing y sin que el autor sea un brand name. Por citar algunos ejemplos de Anagrama, Los girasoles ciegos de Alberto Méndez, 84, Charing Cross Road de Helene Hanff y, el más reciente, Una lectora poco común de Alan Bennett. También, claro está, se precisa el apoyo de la prensa cultural y los críticos literarios, incluso en estos tiempos en los que el mandarinato está tan diluido y se extiende una tendencia global a tratar la cultura en formato de suplemento dominical, es decir, textos breves y muchas fotos, al servicio de esos bestsellers arrolladores que Vicente Verdú ha bautizado atinadamente como "literatura infantil para adultos".

Otro efecto colateral indeseado es que esa política de autor, a menudo con el escritor felizmente instalado en una editorial, se vea muy seriamente amenazada por la voracidad, a menudo insensata, de los grandes grupos, acuciados por la necesidad de facturación y azuzados por los agentes literarios, de acuerdo con sus respectivos cometidos estructurales.

Una de las dificultades mayores de la práctica editorial estriba en el complicado manejo del ego de los autores, un ego obligado y en expansión acelerada en consonancia con sus éxitos. Por buscar un ejemplo en otro ámbito, decía Marlon Brando: "Actor es uno que si no estás hablando de él, no te escucha". Un ejemplo fácilmente extrapolable.

Un editor debe ser, pues, extremadamente cauteloso con los halagos a otros escritores, en petit comité, en público y desde luego por escrito (una regla que a menudo he incumplido). Y aquí quiero rendir un homenaje a Gaston Gallimard, un gran editor con fama de bon vivant, merecida, y de ágrafo: nunca escribió sus memorias, una actividad que es el hobby nacional de casi todos los editores franceses. Sin embargo, su editorial ha tenido el gran acierto de publicar, en varios gruesos tomos, su correspondencia con grandes escritores de la casa, como Proust, Céline o Claudel. Y así, asistimos a las alambicadas perfidias de Proust, a los insultos delirantes de Céline o a la vanidad insuperable de Claudel (que podría resumirse así: le resultaba incomprensible que una editorial como Gallimard publicara a pederastas como Gide, Cocteau y tantos otros, en vez de dedicar íntegramente sus esfuerzos a la genial obra de Paul Claudel). Pues bien, resulta admirable la sutileza, lo que ahora llamarían la "inteligencia emocional" y desde luego la enorme paciencia con la que Gaston Gallimard desactivaba las inmensas ofensas imaginadas por esos autores. Suya fue esa inestimable aportación, a tiempo casi completo, a su editorial, amparada por otra parte por la implícita force de frappe, disuasoria de fugas a otros sellos, que constituía y constituye la Bibliothèque de la Pléiade de Gallimard, el auténtico Panteón de la Fama, el ingreso en la Inmortalidad. Y recuerdo que su nieto, Antoine Gallimard, afirmaba en una entrevista reciente que él mismo dedicaba más tiempo a conservar a sus autores que a los nuevos fichajes.

Otro dilema que se puede plantear un editor es cómo alternar en su catálogo la ficción y el ensayo (como emblema del área de no-ficción).

En el caso de Anagrama, el ensayo, y en especial los textos políticos, tuvo, durante la década inicial de los 70, un peso muy importante. Luego, en los primeros 80, tomó ampliamente la delantera la ficción, para luego configurarse la relación actual: dos tercios aproximadamente de ficción y un tercio de no-ficción. A veces me ha preguntado algún distribuidor u observador editorial el porqué de mi persistencia en los ensayos, pese a que sus ventas son claramente menores, con las debidas excepciones, como José Antonio Marina o Ryszard Kapuscinski. En mi caso, me siento impelido, quizá demasiado a menudo, a incorporar a nuestro catálogo a aquellos autores y aquellos textos que contribuyan a iluminar nuestros tiempos inciertos, a combatir aunque mínimamente las injusticias, a ampliar y profundizar el ámbito del saber. Y pienso que Anagrama quedaría mutilada sin esas aportaciones.

Soy consciente de la tonalidad "sepia", como de daguerrotipo, de edición ancien régime, de mis cavilaciones, en esta era extremadamente mutante que analiza lúcidamente Robert McCrum en su extenso artículo "A thriller in ten chapters", publicado en The Observer el pasado 22 de mayo. McCrum, como es sabido, fue durante años editor de la muy literaria Faber & Faber y luego, tras graves problemas de salud, pasó a ser crítico literario durante diez años en The Observer, del que acaba de despedirse con dicho agudo e informadísimo análisis.

McCrum subraya, en diez capitulitos, el carácter explosivo de la actual mezcla de comercio global y tecnología. Lo ilustra con los ejemplos de esos escritores desconocidos que alcanzan un triunfo instantáneo en el mercado global, como Zadie Smith; el fenómeno Amazon, indispensable para unir el mercado en lengua inglesa; el caso J. K. Rowling; la importancia decisiva de espacios televisivos como el «Oprah’s Book Club» en Estados Unidos y «Richard& Judy» en el Reino Unido; la proliferación de festivales literarios, empezando por el Hay, "the new rock’n roll", escribe McCrum ("con el escritor convertido en una mezcla de viajante de comercio, músico de rock y predicador"); la evolución de los premios literarios, como el Booker, el Orange o el Costa, que juegan un papel, para lanzar a un autor, antes reservado a las revistas; el caso McEwan: si hay un escritor cuyo éxito popular simboliza una década es Ian McEwan, opina McCrum, subrayando que se trata de un "novelista literario"; la invasión de los blogs; y en especial, desde noviembre de 2007, la aparición de Kindle: "el primer libro electrónico que atrapa la imaginación de los lectores profesionales: los editores y los agentes literarios", así como la creciente digitalización de textos, impulsada por Google, empezando por las grandes bibliotecas.

Toda una serie de cambios de alcance todavía inimaginable, aunque Robert McCrum piensa (como yo) que todavía no hay que despedirse de Gutenberg y que los editores, como escribe un colega, deben publicar libros cada vez más deseables como objetos.


2

El catálogo como ciudad
La metáfora del catálogo editorial como un libro, como una novela, ha sido ya muy utilizada (por mí mismo, sin ir más lejos). Para no aburrirnos "el aburrimiento es la fuerza de la historia que menos se tiene en cuenta", escribió el sociólogo Robert Nisbet, que por cierto era un entretenidísimo orador que siempre esquivó la jerga académica, y propondré aquí otra, urbanística, de forma poco seria y nada académica: el catálogo como ciudad.

Aunque un catálogo sea en sus inicios algo así como la caseta del perro, que puede agrandarse hasta convertirse en una vivienda unifamiliar e incluso en un bloque de pisos, a medida que, con las décadas, se despliega, podríamos utilizar la metáfora de una ciudad, con sus colecciones a modo de avenidas más o menos amplias hasta otras como callejones de final abrupto.

Tomemos el caso de Anagrama, con sus avenidas "Panorama de narrativas", "Narrativas hispánicas", "Compactos", "Contraseñas", "Argumentos", "Crónicas", "Biblioteca de la memoria", que son las colecciones en activo, mientras que otras, de los años 70, acabaron en un cul-de-sac, aunque puedan persistir quizá en el recuerdo de algunos aficionados añejos y memoriosos, como los Cuadernos Anagrama, la Biblioteca de Antropología o la Cinemateca Anagrama.

En ellas se erigen los monolitos dedicados a los autores-faro de la editorial: Nabokov, Highsmith, Enzensberger, Kapuscinski, Auster, Capote, Pombo, Martín Gaite, Pitol, Piglia, Bolaño, Chirbes, Vila-Matas, Marina, entre otros. También encontraríamos las plazas que conmemoran y honran a los ganadores del Premio Anagrama de Ensayo y el Premio Herralde de Novela. O los jardines dedicados a aquellos longsellers que han ayudado a florecer (disculpen la obviedad de la metáfora) la editorial: La conjura de los necios de John Kennedy Toole, Extraños en un tren de Patricia Highsmith, A sangre fría de Truman Capote, Bella del Señor de Albert Cohen, Nubosidad variable de Carmen Martín Gaite, Historia de una maestra de Josefina Aldecoa, Historia de un idiota contada por él mismo de Félix de Azúa, Los girasoles ciegos de Alberto Méndez, La inteligencia fracasada de José Antonio Marina, El dios de las pequeñas cosas de Arundhati Roy, Sostiene Pereira de Antonio Tabucchi, Seda de Alessandro Baricco, Wilt de Tom Sharpe, Catedral de Raymond Carver, El Danubio de Claudio Magris, En el camino de Jack Kerouac, El almuerzo desnudo de William Burroughs, Lolita de Nabokov, Ébano de Ryszard Kapuscinski o Brooklyn Follies de Paul Auster.

Y no debería faltar un "Quadrat d'Or", como el perímetro del Ensanche modernista de Barcelona, dedicado al British Dream Team, ni el complejo de piscinas Soledad Puértolas, ni, en honor a los muchos títulos dedicados al humor inglés, el local del Club de la Sonrisa bajo la presidencia de P. G. Wodehouse y arriba la Azotea de la Carcajada de Tom Sharpe, ni el salón recreativo, cerebral y juguetón de Georges Perec, ni el ring de Norman Mailer, ni la sede de un periódico invadido por Tom Wolfe, Hunter S. Thompson y sus compinches del Nuevo Periodismo, ni el bar de Quim Monzó (especialidad: patatas bravas), ni el Barrio Chino con bodega inagotable de Bukowski, ni el quirófano (sin anestesia) especializado en los desperfectos de la historia española reciente de Rafael Chirbes, ni el drugstore a la holandesa, con un buen surtido de diversas sustancias, regentado y asesorado por Antonio Escohotado, ni la sinagoga de Harold Bloom, ni la sofisticada clínica del Dr. Sacks, ni mucho menos el estadio (de béisbol) de Paul Auster.

Y en la finca argentina, en expansión, nos encontramos con los pasadizos que conducen al sótano que alberga el Gran Centro del Complot, dirigido en comandita por Piglia y Renzi, la maqueta del colegio Juvenilia tuneada por Martín Kohan, el Archivo Total setentero de Martín Caparrós, todo ello coronado por la Cúpula del Pasado Circular de Alan Pauls. Pero antes, en el Gabinete de Rarezas se encuentran, por ejemplo, las obras, por desdicha únicas en nuestro catálogo, de Rodrigo Fresán y César Aira, o la antología profética Buenos Aires realizada en 1992, en la que aparecen textos de autores entonces aún ignorados por el lector español y ahora de tanto prestigio como Fogwill y los citados Pauls, Fresán y Aira, entre otros. O más lejos, escritores tan decididamente singulares como J. Rodolfo Wilcock, Edgardo Cozarinsky y José Bianco. Y aún más lejos los títulos del gran Copi, el argentino de París, con su "internacional desmadrada" tan presente en Las viejas travestis, El baile de las locas o las viñetas de La mujer sentada, todo ello traducido del francés.

En resumen, el catálogo de Anagrama como una ciudad bien conectada, con tráfico fluido, diversión garantizada, una pizca de liturgia solemne y su wild side al acecho.

Jorge Herralde

25 de junio de 2008

Colegio Nacional de La Plata, Argentina



martes, 9 de junio de 2015

La carta de Gardel - novela (fragmento)





Llegué al pueblo a eso de la dos de la tarde. Había averiguado algunos datos, y una persona me dijo que sabía dónde podría encontrar a Mary.
Resolví ir a verla. No sabía nada de ella desde hacía meses, me preguntaba si se habría ocultado deliberadamente, si estaba escapando de alguien o de algo.
Caminé algunas cuadras hasta llegar a una calle de tierra. Se escuchaban algunos ruidos de animales, el mugido de una vaca.
Me dijeron que la casa estaba al fondo, a unos trescientos metros. Como suele ocurrir en los pueblos y en el campo, cuando se preguntan las distancias, las respuestas suelen ser orientativas pero no exactas.
Los ladridos de unos perros me hicieron pensar que me había acercado a la casa, no sé por qué.

Mary vivía sola con dos perros en una chacra. Como toda seña había en la entrada un cartel que decía "Mary". Había una tranquera, me acerqué y la abrí.
Durante los primeros momentos del encuentro con Mary, supe que estaba frente a una extraña. No era la misma Mary que había conocido al empezar la investigación, sino otra, muy distinta. Estaba vestida con jeans y zapatillas, el pelo largo y suelto. Valentín y Rocky, así se llamaban los perros, me olieron y ladraron hasta que entramos a la casa.

Mary me hizo sentar en el comedor, tenía pisos de mosaico, y un ventanal muy grande que daba al jardín. Había pocos muebles y el ambiente reflejaba austeridad.

- Quiero hacerle algunas preguntas - dije

- Me imagino que no habrá venido hasta aquí para nada - contestó

- Claro - dije


 
El canto de algunos chimangos me distrajo. Era el fin de la hora de la siesta.

Mary fue hasta la cocina y trajo dos vasos de jugo de frutas y me acercó uno. Lo tomé, aunque no tenía ganas. Hubiera preferido un café. Intercambiamos algunos comentarios acerca de la nueva casa y de la nueva actividad de Mary. Se había dedicado a estudiar durante algún tiempo a los animales, dijo. Después me habló de las ovejas, tenía algunas, le gustaba que cortaran el césped en lugar de usar una máquina cortadora de pasto. Son el colmo de estoicas, dijo. Hace poco hubo que operar a una, y soportó los dolores como si nada. Los animales saben disimular el dolor.

(c) Araceli Otamendi - todos los derechos reservados


domingo, 17 de mayo de 2015

El poeta Almafuerte fue homenajeado hoy con una Fiesta Popular



(Buenos Aires)

El poeta Pedro Bonifacio Palacios - Almafuerte - fue homenajeado hoy en la ciudad de La Plata con una Fiesta Popular.
La tarde de sol y calor acompañó a la gran cantidad de platenses que se acercaron a disfrutar de la Fiesta Popular organizada por la Secretaria de Cultura y Educación a través de la Dirección de Museos de la Municipalidad de La Plata. Fue una interesante propuesta multidisciplinaria con actividades para toda la familia en conmemoración al 161º Aniversario del Natalicio del poeta Almafuerte y adhiriendo al 18 de mayo Día internacional de los museos.
Fue una jornada con actividades variadas. Se realizó un taller de arte con materiales reciclados para toda la familia dirigido por Cecilia Canepa y Soledad Franco, hubo muestra y venta de artesanías de todo tipo -desde cerámica hasta encaje de bolillos-, participó la Feria Artesanal de Plaza Matheu y el Atelier Pintura Fresca, los títeres estuvieron a cargo de Damasita con la obra "Gualichos", y se realizó una visita guiada -que incluyó recitado de poemas- por la casa de Pedro B. Palacios, hoy Museo Almafuerte, a cargo de Osvaldo Tesser.
La música en vivo estuvo en manos del grupo Tupac, que deleitó al público con clásicos folklóricos argentinos y la fiesta cerró al atardecer con la actuación de la Orquesta Municipal de Tango, junto a una pareja de tango y milonga callejera.
El Museo Almafuerte se encuentra en la casa que habitó y donde transcurrieron los últimos días de Pedro B. Palacios, más conocido como Almafuerte. Esta casa, que se halla situada en la avenida 66 N°530, es hoy un museo que sintetiza la vida y la obra de este artista. La creación de un museo en esta casona de principios de siglo pasado - declarada Monumento Histórico de la Ciudad, de la Provincia y de la Nación- es un justo homenaje al artista y promueve la consolidación como patrimonio público del lugar donde se plasmó su acción humanística y literaria. En el Museo Almafuerte se exhiben manuscritos, fotografías, dibujos, libros, periódicos, escritos sobre su obra, muebles y otros objetos que formaron parte de la vida del poeta. Recorriendo las diferentes salas, el visitante va descubriendo la multifacética personalidad de Almafuerte, a partir de los muchos oficios que tuvo, al mismo tiempo, toma contacto con el contexto político, social e histórico que le tocó vivir. Una de las salas permite, además, asomarse a su mundo interior, a sus cosas más personales, muebles y objeto de uso cotidiano, como los anteojos con armazón de plata que lo acompañaron en su vejez.

sábado, 9 de mayo de 2015

La carta de Gardel - novela (fragmento)



 
Pisaba las hojas secas de los árboles en la vereda, el otoño había llegado. ¿Hasta cuándo seguiría en ese pueblo? La conversación con Dolores, la mujer más vieja del pueblo la había desconcertado, rodeada de retratos, de perros, de pájaros, de recuerdos que se agolpaban y venían a su mente y quería rescatarlos y entregárselos a ella, porque era ella, justamente ella la que buscaba la carta de Gardel. ¿Hasta cuándo seguiría buscándola? y además por encargo, era un trabajo. Las hojas secas del otoño le molestaban, odiaba el otoño, no le gustaba, nunca le había gustado esa estación parecida a la muerte. Le molestaba tanto como los cartelitos con moraleja de facebook, o los conocidos que la llamaban o le escribían después de años de no saber nada de ellos ¿qué importancia tenía todo eso? En algún espejo había que mirarse, Dolores le disgustaba, no había querido contestar algunas preguntas. Tal vez tuviera razón en no hacerlo.

Decidió volver al hotel, comer algo y directamente subir a la habitación. Miraría alguna película en el televisor plano del cuarto, esa pantalla que se parecía a cualquier cosa, tal vez una computadora, tan común como tantos otros objetos que se vendían como algún confort. Se le cruzó un hombre que caminaba rápido, en la oscuridad y caminó directamente hasta entrar en el edificio nuevo.

La noche parecía existir adentro de la habitación, corrió las cortinas lo suficiente, pero no tanto como para no ver la calle. Escuchaba el ruido de las hojas que aún quedaban en los árboles, algunas ramas se hamacaban y golpeaban el vidrio. Se alegraba pensando que pronto se iría de ahí a otra parte, tal vez a Buenos Aires. Aunque no tenía ganas de volver a la oficina, siempre habría novedades que la estarían esperando. La chicharra del teléfono sonó varias veces. Miraba el reloj, ¿quién sería a esa hora?

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

miércoles, 22 de abril de 2015

La carta de Gardel - novela - fragmento




- ¿Y ese paquete de cartas? - dije. Habría unas diez cartas atadas con una cinta roja, sobre un escritorio. El papel de los sobres era de color amarillento, me pregunté cuántos años haría que Dolores las tendría ahí.

- Son las cartas que ha valido la pena guardar, de vez en cuando las releo.

- ¿Se puede saber quién se las envió? - pregunté sin demostrar demasiado interés.

Dolores se sentó en una silla hamaca y se puso a mirar hacia la ventana. Los vidrios estaban abiertos y entraba en la casa un aroma a pasto recién cortado. Se veían algunos pájaros picoteando algo en el jardín.

- Preferiría hablar de otra cosa, ahora no tengo ganas de hablar de las cartas.

Asentí con la cabeza, en silencio. Recordé cuántas veces yo también había recibido cartas que parecían empezar con una sonrisa de quien las escribía y terminaban siendo como las "cartas del mal" de Spinoza. Cuántas veces había destruido cartas que no habían sido más que un remedo de la correspondencia entre Spinoza y Blyenvenbergh. Tampoco tenía ganas de hablar de eso. Estaba investigando el asunto de La carta de Gardel.

Cerca de las cartas, bajo unos papeles vi algo que brillaba, algo así como de metal, algo así como un arma.

(c) Araceli Otamendi - todos los derechos reservados
 

 

viernes, 10 de abril de 2015

La carta de Gardel - novela (fragmento)





- ¿Se refiere al Sur?

- Sí - dijo la mujer más vieja del pueblo, después supe que se llamaba Dolores.

- ¿Por qué?

- Porque en el Sur está todo.

- ¿A qué se refiere?

- Todo lo que usted busca, está en el Sur.

- ¿Cómo lo sabe?

La mujer señaló entonces lo retratos colgados en las paredes y luego dijo:

- ¿Ve usted estos retratos, estas caras, estas fotografías?

- Sí

- Son las caras de muchas personas que vivieron aquí, en este pueblo. Conozco las historias de cada uno, podria contarle...

- ¿Y cómo hace para recordar cada historia?

- Venga, siéntese aquí - dijo señalando un sillón tapizado en cuero

Ella fue hasta otro sillón igual y se sentó, la seguí. Me quedé callada hasta que Dolores volvió a hablar:

- El pasado es lo único que debe importarnos, el presente se esfuma, el futuro no existe todavía.

- Lo dice muy segura.

- El pasado está aquí, usted debe conocerlo...

- Está bien. Estoy dispuesta a escucharla, a venir aquí muchas veces...

- Si quiere encontrar la carta de Gardel va a tener que venir, puedo contarle muchas historias.

Me preparé para escuchar algunas, después dije:

- ¿Y usted siente estima por todas esas personas de las fotografías?

- ¡No! - contestó alarmada. Un gesto de preocupación le dibujó algunas arrugas en la frente.

- ¿Entonces odia a alguien?

- Tampoco.

- ¿Qué siente cuando recuerda las historias de cada uno de los que están ahí?

- A veces nada - dijo y sonrió enigmáticamente.
(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

sábado, 28 de marzo de 2015

La carta de Gardel - novela (fragmento)



 
En eso ladraban lejanos unos perros. Eran ladridos continuos, primero largos, después algo cortos. Mientras caminaba cerca de la plaza, ya era de noche, prestaba más atención a los ladridos. Parecían dos o tres animales alertaban , algo pasaría.
Fue entonces cuando lo encontré, hacía mucho tiempo que no lo veía y no parecía que fuera él, en ese lugar, tan lejos de donde podría haberlo visto.
¿Hay algún lugar determinado donde se puede encontrar a una persona?
Entonces me reconoció y no tuve más remedio que detenerme y saludarlo. Casi no lo hubiera hecho, pensaba y ese casi fue lo que me hizo, tal vez, intercambiar algunas palabras.
Después de algunos minutos nos cruzamos a un bar, frente a la plaza. El lugar estaba impregnado de olor a empanadas de carne, a pizza, a comidas rápidas. Hablamos de mi vida, poco ¿qué podría contarle después de tanto tiempo sin verlo? ya era un perfecto extraño y me sentí rara en ese lugar, frente a ese extraño, que alguna vez había conocido. No tenía ganas de contarle detalles de mi investigación a nadie y menos a él, ese forastero ¿qué hacía ahí? a esa hora. El se preguntaría lo mismo, tal vez quisiera indagarme.
- ¿Volviste al pueblo? - dijo

- ¿Te parece importante? ¿qué pasa si no te contesto?

Movió la cabeza y dijo:

- No

Hice un gesto para que no me hiciera más preguntas.

Mientras el hombre contaba algo acerca de su vida actual, sus viajes, su trabajo, su nueva mujer, los perros volvieron a ladrar. Entonces supe que tenía que irme de ahí de inmediato, que eso era tal vez un aviso para que dejara la conversación y me fuera a otra parte.

(c) Araceli Otamendi - todos los derechos reservados

 

jueves, 5 de marzo de 2015

La carta de Gardel - novela (fragmento)



 

     Ahora tenía frente a mi a la mujer más vieja del pueblo, la que tenía más memoria  ¿sería así en realidad? no lo sabía, no tenía la certeza, eso se comentaba. La mujer dijo que iría a preparar un té y los tres perros la siguieron hasta la cocina. En ese momento aproveché para mirar las fotografías colgadas en la pared. Eran retratos, quizás de personas que ya no vivían más. En un pequeño marco descubrí una fotografía de Carlos Gardel. Había fotografías de mujeres, de hombres y de niños. En algunas de ellas las personas parecían estar vivas, la mirada parecía posarse en los ojos de quien los estaba mirando. De la cocina venía olor a café y me pregunté qué clase de té estaría preparando la mujer. A través de la ventana amplia se veía el jardín, árboles frondosos, plantas con flores,  volaban colibríes, durante algunos segundos revoloteaban entre las flores y se iban. El color verdeazulado de las plumas de los pájaros me entretuvo durante un rato.

La mujer volvió con una bandeja, traía dos tazones grandes, parecían cuencos, los dejó sobre la mesa. Los perros se acomodaron alrededor de ella. Me indicó con un ademán que tomara el tazón con el té. O mejor dicho, el cuenco con el té. Ella tomaba café. Seguramente adivinó lo que estaba pensando porque dijo:

- ¿Le extraña que tome café?

- No - mentí

La mujer me miraba fijo, parecía saber más cosas de mi que yo de ella, seguramente era así.

Bebí unos sorbos de café y luego pregunté:


- ¿Cuántos años hace que vive en esta casa?

- Cincuenta, sesenta, muchos años...

- ¿Y esas fotografías? ¿En alguna está su marido, algún familiar?

- No precisamente - contestó y agregó:

- A mi marido, me lo robaron - dijo en forma misteriosa

- ¿Alguna mujer?

- No, ninguna mujer

Me quedé callada, ella también se quedó callada durante algunos segundos. La miré fijamente a los ojos, entonces dijo:

- A mi marido me lo robó la muerte.

- ¿Hace mucho tiempo de eso?

- Sí, preferiría no hablar de ese tema.

Imaginé que iba a ser difícil sonsacarle datos, historias, alguna pista.

- ¿Y la fotografía de Gardel?

- ¿Lo dice por el retrato que está ahí?

- Sí

En ese momento, alguien golpeó la puerta.
(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

jueves, 26 de febrero de 2015

La carta de Gardel - novela (fragmento)



 



La señora Ángela vivía en una casa muy antigua, de una sola planta. En las dos ventanas que daban al frente, había rejas. Se accedía a la casa por una puerta principal con vidrios que dejaban ver un pasillo y después otra puerta. La señora Ángela tenía cerca de cien años de edad y buena memoria. Era la mujer, decían, con más memoria en ese pueblo. Después de irme del hotel de Isidro, mi viejo amigo, de tanto tiempo, rebobiné los hechos y las palabras. Como siempre, la nueva mujer de Isidro no me había caido bien, siempre se casaba con mujeres que le hacían la vida cómoda, decía. Mujeres empecinadas en sobresalir en las fiestas del pueblo, en hacer las mejores reuniones, en vestir ropa llamativa, en comprarse el mejor auto y el más nuevo, para dar la vuelta a la plaza y hacerse notar. Isidro me dijo que fuera a ver a la señora Ángela, tal vez ella pudiera decirme algo acerca de la carta de Gardel, darme alguna pista, algún nombre. A lo mejor la señorita Ana, mi clienta que había muerto cuando yo iniciaba la investigación, le habría podido contar algo. El pueblo donde vivía la señora Ángela quedaba a pocos kilómetros del pueblo donde había vivido la señorita Ana.

La misma señora Ángela me abrió la puerta, después de tocar dos veces el timbre. Primero apareció ladrando un perro, de raza collie, después otros dos, más chicos, con un ladrido más chillón. La señora Ángela me preguntó quién era yo y le dije que venía de parte de Isidro, el dueño del hotel.

- Ah, ya sé - contestó y entonces abrió la puerta.

La señora Ángela me hizo pasar a una sala de estar grande, la casa parecía confortable y a través del amplio ventanal se veía un jardín. Había rosas. En las paredes colgaban decenas de retratos.

La señora Ángela, una mujer de expresión inteligente, había sido maestra rural, se mantenía erguida y me hizo sentar en un sillón, frente a ella. Luego empezó a hablar:

- En este pueblo viví toda mi vida, en esa casa están mis recuerdos. ¿Ve las fotografías?

Asentí con un leve movimiento de cabeza y miré las fotografías que colgaban en las paredes, había muchos retratos.

- Isidro, el dueño del hotel me dijo que viniera a verla - dije. Pensaba en la cantidad de historias que podía tener la mujer en su cabeza.

- Hizo bien - dijo la señora Ángela y continuó: - Si hay alguien que sabe algo acerca de los habitantes de este pueblo, soy yo.

- En realidad, no vine a preguntarle por los habitantes de este pueblo, vine por otros motivos.

La señora Ángela me miró entonces como si comprendiera o si intuyera lo que iba a decirle y dijo:

- Ya lo sé. Antes vamos a tomar una taza de té, le voy a contar algunas cosas de estas personas, estas que están aquí, dijo señalando algunos retratos. Muchos decían conocer a Gardel, pocas veces era cierto - aclaró.

Me preparé entonces para escucharla.


(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

miércoles, 21 de enero de 2015

La carta de Gardel - novela (fragmento)



 


¿Y si fuera a ver a la adivina del pueblo? ¿esa mujer que tiraba las cartas?¿por qué no? todo el mundo iba y la consultaba, aunque después lo negaban. ¿Quién iba a reconocer que le preguntaba a una adivina, a una pobre mujer? Decidí ir a verla, tal vez ella supiera algo, y además le iba a preguntar por mí también. ¿Habría que pagarle algo?

- Lo que quiera dejarme - dijo después que me tiró las cartas.

Apenas entré en la casa me recibió otra mujer, bastante vieja, me hizo pasar a una sala. Me preguntó mi nombre, dije Mariana, a secas. Mi primer nombre, no el segundo, tampoco el tercero. Pocas personas sabían todos mis nombres ¿para qué decirlos? ¿a quién le importaba? La mujer me examinó de la cabeza a los pies, después me hizo sentar en una silla un poco desvencijada. El lugar estaba casi a oscuras, apenas iluminado con una lámpara. Había algunas mujeres esperando. Puse cara de pocker, no sabía cuánto podía estar estudiándome esa mujer con cara de cartulina, como si estuviera dibujada: lisa, tal vez demasiado, la piel casi color gris.

Pasó una hora ¿tal vez dos? cuando me atendió. Estaba en una piecita, llena de cajas de cartón y trapos, telas amontonadas ¿una pieza de costura? No vi ninguna máquina de coser. Me hizo cortar enseguida un mazo de cartas, muy ajadas, con la mano izquierda.

- ¿Qué te pasa? - me tuteó.

- Estoy buscando una carta...

- ¿Algún amor? - preguntó.

- Puede ser ¿algún amor?

- Soy yo la que tengo que preguntar y vos la que contestás - dijo mirándome fijamente con sus ojos redondos y oscuros.

- Está bien - dije. Pensaba si realmente esa mujer podía adivinar algo.

- A vos te inquieta algo ...

- Sí, busco una carta, no la encuentro...

- ¿Sabés por qué?

- No - contesté.

- Porque todavía no aprendiste nada...

- ¿Y qué es lo que tengo que aprender?

- Son pocas cosas, haceme caso - contestó

- Dígame, entonces...

- Mirá, las amigas o las que se dicen amigas tuyas, siempre te van a envidiar, entonces cuando veas a alguna cerca, aunque estés muy bien, caminá un poco renga, hacete siempre la que te duelen las piernas y encorvate un poco, así la envidia es menos ¿sabés?

- ¿Le parece?

- Claro, ¿cómo no me va a parecer? Lo hago siempre que veo a alguna conocida, porque amiga lo que es amiga, no es ninguna, eso lo aprendí ya de vieja, como me ves. Entonces bajo del colectivo rengueando, camino despacio y así ninguna se pone a envidiarme.

- Bueno, seguiré el consejo entonces...- dije como para no quedar mal.

- Y ahora te doy un consejo con los hombres, porque con las mujeres con lo que te dije antes, basta. Con los hombres, mejor uno que te proteja y no uno que tengas que proteger vos.

- No es mi intención proteger a nadie...

- Te ven fuerte, querida, te ven capaz de proteger y eso no te va a servir, buscáte a alguien que te pueda proteger a vos... haceme caso.

- Gracias - atiné a decir.

Nunca nadie antes me había dicho esas cosas, fui a la adivina del pueblo a buscar una pista, algo que me dijera dónde podía estar la carta de Gardel y me encontré con las palabras, los consejos de esta mujer. Le debería decir lo mismo a todas las que estaban ahí.

La noche ya se avecinaba, los pájaros cantaban, poco, refugiados ya en los árboles y algunas sombras de las hojas empezaban a dibujarse en las veredas. Me apuré a caminar, iba directo al hotel.

(c) Araceli Otamendi -todos los derechos reservados