jueves, 20 de junio de 2013

La carta de Gardel - novela (fragmento)



Ahora todavía algunos leños  ardían en la chimenea. Mary se frotó las manos como si se las estuviera lavando, con la mirada en el fuego. La noche ya había entrado en ese lugar, en el living de la posada y lo cubría todo como un manto.  Nunca le había gustado estar a la intemperie cuando era noche cerrada. La noche,  pensaba, podía ser oscuridad en medio del campo. Y también silencio, quietud, e inquietud.  Durante el día había estado bien, se había cansado de remar, de mirar patos y aves silvestres en la laguna, de bordear la orilla tocando los juncos con uno de los  remos, después con el otro, de sacar las piernas y los pies del bote y mojarse en el agua llena de renacuajos cerca de la costa. Todo eso la  había divertido, la había hecho olvidarse de tantas cosas... Ahora sin embargo, en ese lugar silencioso donde se había alojado, con olor a madera silvestre de los muebles nuevos, seguramente a pino, presentía algo, algo que no sabía bien qué era.
Alejandro había llegado a la posada a eso de las dos de la tarde, cuando se cansó de  dar vueltas por un pueblo y por otro, cuando se cansó de probar el auto nuevo por la ruta de asfalto y también por caminos de tierra. El auto nuevo andaba bien, sin embargo estaba cansado y necesitaba descansar, el viaje había sido largo. Lo que nunca había imaginado era que iba a encontrarse con Mary en esa posada en medio del campo, en medio de la noche, sin siquiera proponérselo. ¿O tal vez sí? Después de comer, a Mary le gustaba caminar un poco, aunque fuera cerca, escuchar el ladrido lejano de los perros, ver las luces de los autos que iban por el camino, y sentirse segura, a resguardo, ahí en ese lugar. Porque ¿quién iba a encontrarla ahí? La dueña de la posada había dejado las llaves para cada huésped, así cada uno podía entrar y salir cuando quería, sin sentirse controlado. Qué feo era eso del control, pensaba Mary, en los hoteles, en las posadas, en cualquier lugar, podemos sentirnos controlados, y ahí, parecía que no, que a nadie le importaba. Había vuelto de caminar, escuchó el ladrido de los perros y eso le dio alguna tranquilidad. Se quedó así mirando los reflejos rojizos del fuego, las llamas que aún ardían, cuando escuchó
cómo una puerta de las habitaciones se abría y se cerraba. Alejandro no pareció sorprendido cuando vio a Mary. ¿Tal vez sabía que ella estaba ahí? Entonces Mary lo miró, se quedó callada y fue a sentarse  en uno de los sillones cerca de la chimenea.

- No pensaba encontrarte aquí - dijo Alejandro

- Yo tampoco

La extrañeza era mutua. Pero era extrañeza o ¿qué era?

Si Alejandro había pensado que tenía una larga historia para contar que ya a esta altura le parecía algo así como un film viejo,  Mary había decidido callar. Porque ¿para qué contar sus historias? A nadie le podían interesar, salvo a las malas lenguas de las personas curiosas del pueblo de donde se había ido,  como la señorita Ana y algunos otros.

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados


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