lunes, 30 de enero de 2012

La carta de Gardel - novela - (fragmento)



En su interior se alegró al conocer la noticia y le deseó mucha suerte. Pero no se lo comunicó. Mary era así, callaba sus sentimientos. Mary era reservada al extremo, por eso Guillermo la había elegido como su secretaria. Habían tenido sus discusiones, sus charlas, y Mary siempre había callado, finalmente. La última palabra se la reservaba.
Ahora Guillermo era el nuevo director general de la división internacional del laboratorio donde Mary seguía trabajando. Eso le ampliaba a Guillermo el panorama. Pensó en llamarlo, en felicitarlo y también pensó en el  rencor que Guillermo tendría por haber dejado su puesto, por haberse ido de ahí y haber vuelto a su antiguo trabajo en el pueblo, un poco más alegre y confortable.
Era mejor, pensaba, dejar las cosas así. Se alegraba y mucho por  Guillermo, por todo lo que había luchado en el trabajo, porque veía sus sueños en parte cumplidos y también porque mientras estuvo al lado de él lo ayudó de la manera en que sabía y podía hacerlo.
Pero Mary era dueña de su vida y no quería que nadie la timoneara más que ella misma. Era la propia capitana de su alma. ¿Qué pasiones la llevarían ahora a ir por otro camino más que el que había elegido? A veces era el odio, ahora un poco menos, hacia la antigua vecindad con la señorita Ana. A veces era la pérdida de su hábitat, en su antigua casa, junto a los perros que ahora ya no estaban. Pero cuántas cosas había ganado, cuántas.
¿Podía haber sido Mary quien ocultaba en alguna parte la carta de Gardel?
Eso me lo preguntaba mientras viajaba al pueblo, mientras veía a lo lejos los altares del Gauchito Gil y los campos sembrados y los tractores trabajando. Mientras miraba el verde del paisaje y los silos repletos de granos.
 ¿A quién podía interesarle, sino a Mary, la carta de Gardel que a la señorita Ana le faltaba?
En el camino había mucho tráfico de camiones, el ómnibus dónde viajaba, no podía acelerar mucho más. Ahora era de día, había sol, y se veían  vacas, ovejas, caballos en los campos. Después de todo no sabía si alguna vez iría a descubrir el paradero de esa carta. Pero la señorita Ana insistía: tiene que encontrarla. Es todo lo que me queda de mi antigua familia. Y además para eso, me había pagado.

(c) Araceli Otamendi - todos los derechos reservados

foto: Café de los Angelitos, desde la calle (c) Araceli Otamendi

jueves, 26 de enero de 2012

La carta de Gardel - novela - (fragmento)



Julio había llegado al pueblo, otra vez daba clases de tango y milonga en aquél salón. Pronto se abriría otra milonga y su clientela de hombres y mujeres había aumentado. El bar con el enorme salón donde
Julio daba clases ahora también ofrecía cocina milonguera. Al menos eso anunciaba. Esta vez había venido en la Harley-davidson, desde un pueblo cercano donde había conseguido también un lugar, un club social para dar sus clases de milonga y tango. El tango salón se iba imponiendo y Julio aumentaba
sus ingresos.
El motor de la Harley-davidson se detuvo y la señorita Ana atravesó la cocina, cruzó el living comedor, y acercó su ojo a la mirilla. Vio entonces a Julio, con el casco todavía en la cabeza, y abrió la puerta.

- Adelante, Julio ...

- ¿Cómo estás? - saludó

- Yo muy bien, arreglando un poco el jardín, está lleno de hormigas.

- Me imagino que eso no será un problema

- Un problema no. Es un dolor de cabeza para mí, se están comiendo todas las plantas. ¿Querés tomar algo? Iba a preparar el mate ahora.

- Sí, con una cascarita de naranja.

La señorita Ana y Julio fueron hasta la cocina. Julio se había quitado el casco y  ahora se revolvía el pelo con las manos y bostezaba.
Mientras la señorita Ana ponía unas cucharadas de yerba en el mate, Julio se dedicaba a mirar los azulejos brillantes de la cocina. Ese era uno de los orgullos más grandes de la dueña de casa.

- ¿Y vas a dar clases a la noche? - dijo la señorita Ana mientras le ofrecía un mate a Julio

- Sí, hoy empiezo con avanzados.

La señorita Ana miró a Julio a los ojos y advirtió un brillo de curiosidad en ellos.

- ¿Ya lo sabés?

- ¿Qué cosa?

- Esa mujer, Mary, está por aquí de vuelta. La señorita Ana dijo estas palabras y Julio advirtió que el semblante pacífico y alegre con que lo había recibido antes había cambiado, parecía crispada.

- Sí - dijo Julio.

- Parece que no aguantó el nuevo trabajo - afirmó la señorita Ana mientras se disponía
a tomar un mate. Y al decir esto se le dibujó una sonrisa maliciosa.

- Y a lo mejor fue otra cosa lo que no aguantó - contestó Julio con tono serio.

- Julio, a vos te preocupa esa mujer.

- Puede ser, respondió Julio con una sonrisa enigmática.

(c) Araceli Otamendi - todos los derechos reservados

imagen: Café de los Angelitos, vista desde la calle (c) Araceli Otamendi

viernes, 20 de enero de 2012

La carta de Gardel - novela - (fragmento)



Son casi las dos de la tarde cuando llega al pueblo. El ómnibus la deja cerca del hotel. No va a ir a su casa, la casa que dejó para irse a Buenos Aires. Vivirá unos días en el hotel hasta que pueda alquilar un departamento. A esa hora el pueblo está casi vacío, casi desierto. Los perros duermen la siesta en la vereda. Casi todos los negocios cierran. Mary viste jeans, una remera blanca y zapatillas. Luce anteojos oscuros.  Soy una mujer nueva, piensa, imagina.  Ha dejado la ropa de marca en el placard del departamento. ¿Qué hará con toda esa ropa? Ese placard queda lleno de cosas, alguien tendrá que enviármelas. No quiero volver, piensa. Y sin embargo, sí, tendría que volver, ordenar vestidos, pantalones, zapatos, carteras, papeles. Sería un poco ordenar la vida misma.
La señora Nelly la está esperando cuando Mary toca el timbre de la empresa.
Mary se sienta frente al escritorio de ella, como antes, como cuando era la secretaria.

-¿Cómo estás?

- Bien ¿se nota?

La señora Nelly mira a Mary, hace un examen rápido del semblante de la mujer y dice:

- Voy a pedir a la cocina que te traigan el menú del día, bife con puré de calabaza, te va a gustar.

- Sí - contesta afirmativamente pero no está tan segura. ¿Qué trabajo tendría que hacer ahora?

- Quiero que comas, que te sientas bien. Después, más tarde, vamos a hablar de tu nuevo puesto.

Nelly es una mujer que puede desarmar a cualquiera. Elige el menú que se va a comer cada día en la empresa. Reconoce miradas, gestos, tiene una gran intuición y hasta parece adivinar lo que uno piensa.

El nuevo trabajo de Mary es menos estresante que el de ser secretaria de un director, de un hombre como Guillermo. Con Nelly no hay malentendidos, ni textos con espacios en blanco y mensajes ambiguos. Nelly sabe dirigir la empresa. Mary va a trabajar con Nelly en la coordinación de varios sectores del laboratorio.

En otro lugar del pueblo, la señorita Ana se dedica a ordenar la casa, como siempre. Ya ha regado las plantas, le ha dado de comer a todas las mascotas, y se dedica, sentada en una reposera a investigar el jardín: una fila de hormigas sale de un pequeño montículo y va subiendo por una pared entre las hojas verdes de la enredadera. Los picaflores buscan el néctar de las flores más llamativas, a la hora de la siesta.  La señorita Ana va de una cosa a la otra, como si estuviera almacenando mentalmente lo que puede disfrutar todavía y lo que aún le queda por conseguir, por recuperar, entre ellas la  carta de Gardel.
Algo interrumpe esa tranquilidad, esa monotonía, es el ruido de una Harley-davidson que se
acerca, es tal vez la moto de Julio.

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

foto: Café de los Angelitos, desde la calle (c) Araceli Otamendi

lunes, 16 de enero de 2012

La carta de Gardel - novela - (fragmento)


Yo había comido, serían las diez de la noche. Sonó el teléfono y atendí. Era la voz de Mary:

- Hola

- Soy Mary. Tengo que hablar con usted, tomé una determinación.

- ¿Con respecto a qué, Mary? Hablaba agitada, se le oía el tono de voz, parecía apurada.

- ¿Podemos hablar esta noche? personalmente

- ¿Qué es lo que pasa?

- Mañana me voy al pueblo. Vuelvo a trabajar en el laboratorio, ya hablé con la señora Nelly. Dejo el trabajo aquí, no puedo más. Voy a tener otro puesto, no de secretaria.

- ¿Problemas?

- Sí, demasiados.

Hablamos hasta las tres de la mañana, en un bar bien iluminado. Había hombres y mujeres, jóvenes, y no tan jóvenes. Mientras Mary me iba contando la historia que la había llevado a dejar el puesto que hasta el día de hoy tenía en esa empresa, yo me dedicaba a escucharla pero además a mirar las caras. En general eran caras alegres, distendidas, caras de personas que conversaban, o que miraban las imágenes de los televisores instalados en el bar.
La perversidad puede vestir muchas ropas, muchos maquillajes, la historia sufrida por Mary era
una historia de perversidad. Yo conocía muchas, había investigado varios casos así, donde las víctimas
eran mujeres.
La dejé hablar, había venido vestida con un jean, una camisa y un pullover atado en la espalda, sin maquillaje.  Una vez más escuchaba una historia de perversidad.

- Estaba harta de tener que involucrarme en su vida privada - dijo Mary.

- ¿Por qué lo hacía?

- Era su secretaria. Tenía que saber ciertas cosas, atender llamadas, acompañarlo a reuniones.
Era inevitable que conociera ciertas cosas de la vida de Guillermo, además de los detalles del trabajo y de la empresa.

- ¿Le molestaba eso, Mary?

- Podría no haberme molestado. Pero el trabajo para mí es muy importante y ser la secretaria de Guillermo me obligaba.  No estoy acostumbrada a seguir a un hombre como Guillermo. A atender sus caprichos, su agua, su café, sus pedidos insólitos como el de las fotografías, conocer a sus amigas, su vida privada. Soy una mujer de provincia, usted sabe, conoce mi pueblo,  no me voy a acostumbrar nunca a la vida de la gran ciudad, ni tampoco a ser la secretaria de un director, de alguien como Guillermo.

- ¿A qué hora viaja?

- A las 9 salgo en un ómnibus para el pueblo.


                   Nos despedimos, ella subió a un taxi y yo a otro. Sabía que lo que me había contado Mary no era todo. Conozco muchas historias de mujeres que se dieron contra la pared en que se golpeó Mary.
Mujeres que se dejan encandilar por hombres como Guillermo: atractivos, inteligentes, tienen muchas cualidades. Al principio pueden ser el amigo, el novio, el amante, el marido, el jefe. Ellos ejercen un poder sobre ellas. Ellas se vuelven sumisas, dependientes. Después la relación se tornará insoportable.

 (c) Araceli Otamendi - todos los derechos reservados

foto: Café de los Angelitos, desde la calle (c) Araceli Otamendi

sábado, 14 de enero de 2012

La carta de Gardel - novela - (fragmento)


Ahora sola, en la oficina, mientras miraba el río desde la perspectiva y la distancia que otorga la altura del piso veinte, a través de los ventanales, veía los edificios, las torres, la calle y la avenida, en ese día luminoso, soleado, con un cielo claro y el plateado del agua lejana, buscaba las fotografías de Guillermo.
Sentada frente a la silla de él, como si él estuviera ahí, aunque invisible, va armando un álbum. Es un álbum de cuero azul, al que le ha hecho grabar las iniciales de Guillermo. Seleccionaba las fotografías sin saber, salvo por la apariencia,  las fechas en que fueron tomadas y ponía cada una  en una página. Guillermo se parecía en algunas fotografías a la imagen que tenía en la actualidad. En otras, parecía un personaje, otro, lejano.
Al lado tenía  una botella de agua mineral común. Hoy había venido vestida de manera más informal. Hoy no iba a atender  a casi nadie, el director, está afuera, contestaría cuando atendiera el teléfono. Y sin embargo, la omnipresencia de él, ahora en las imágenes, era como sino se hubiera ido. Mary, sabía, que en el fondo, nada termina.
Mary piensa en los pantalones de Kenzo comprados en un local de un shopping hace pocos días. Siempre estar a tono con él. La cuenta de peluquería, de ropa, los aros, los collares, las carteras, los zapatos. ¿Qué le quedaba para vivir?
Había que llenar la vida de cosas, aunque más no fueran ésas: el trabajo, Guillermo, la ropa de moda y cara, el arreglo. De alguna manera había que llenarla para no ver. Después de jugar al gallo ciego tanto tiempo, la venda había caído. ¿Había caído, realmente? Al principio, había llenado la vida con las mascotas: los perros, los gatos, los pájaros, los conejos. Y también el jardín. Pero la suma de todo eso no alcanzaba. Después había sido el tango: milonga y tango salón. Entonces había empezado la moda del tango: zapatos para bailar, los cursos intensivos, los seminarios. Y ahora había dejado la casa, antes los perros habían aparecido muertos, no se sabe por qué. ¿Maldad? ¿Alguien que odiaba los animales?  Había dejado  el pueblo donde vivía, la empresa, su anterior trabajo para venir aquí, a la gran ciudad.  Jugar al gallito ciego tenía sus inconvenientes. Y también, seguramente sus ventajas. Ahora no era una simple secretaria de un laboratorio de productos veterinarios. Ahora era la secretaria de Guillermo.

A las cuatro de la tarde, se iba a retirar de la empresa, había avisado a personal.  Dos horas antes del horario habitual. Quería tomarse tiempo para pensar. Para caminar cerca de la orilla del río, para caminar descalza. Aunque se tuviera que quitar las zandalias de Ricky Sarkany, llevándolas en la mano mientras caminaba, podría pensar.
Sentía el aire fresco en la cara, el río había crecido, había sudestada. Caminaba descalza, ¿a quién le importaba? La costanera, era todavía un lugar donde se podía caminar sin zapatos. A lo lejos, el horizonte, algunos barcos. ¿Iría a bailar esta misma noche? La última mirada que le había dirigido Guillermo, no le había gustado. Era una mirada inquietante, era un no saber lo que él estaba pensando. ¿La juzgaba? ¿Quería inquietarla? ¿Hacerle saber hasta dónde llegaba su poder? Tampoco podía adivinarlo. Aún quedaba luz del día para mirar los barcos a lo  lejos y pensar. Todavía había un poco de luz para pensar.

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

imagen: foto del Café de los Angelitos, vista desde la calle (c) Araceli Otamendi

domingo, 8 de enero de 2012

La carta de Gardel - novela - (fragmento)


Forcejeaba con las  sábanas, el sueño no la dejaba descansar. Mary se tocó el pelo lleno de espuma, de champú, chorreaba agua. Quería lavarse la cabeza enseguida. No podía hacerlo, el teléfono estaba sonando ¿sería él? Salió del baño enjabonada y atendió, no había ninguna voz, sólo el tono. Se despertó sobresaltada. ¿Era o no era Guillermo el que había llamado? ¿el teléfono había sonado realmente? ¿o lo había soñado? Miró el reloj de pared, en la cocina: las dos de la mañana. Podía ser. Se miró en el espejo, toda una pared, del living y único ambiente donde vivía. Tenía el pelo seco, y también la piel. Y sin embargo el sueño decía otra cosa. Ahora estaba despierta, se prepararía un café. Seguramente no iba a poder dormir más. Con la taza de café humeante, el televisor al mínimo empezó a recordar los
episodios del día anterior. Su día de oficina, el extraño pedido de Guillermo:

- María

- Sí

- Tengo que pedirte algo

- .....

- Salgo de viaje por un par de días

Mary lo había mirado con curiosidad. Y también con alivio. Aunque tuviera que seguir trabajando, esos dos días serían vacaciones.

- Me tomo un par de días, viajo a Uruguay.

- ¿Qué necesita?

- Aquí abajo, en el escritorio, último cajón, hay unas fotos. Quiero que las ordenes.

- ¿Hay que preparar alguna carpeta?

- Son fotos mías, personales. Ahora me voy a una reunión. Fijate que se terminó el agua Evian. Quiero dos botellas, agua fría, bien fría. Y el café anterior, era un asco ¿dónde lo pediste?

Se había dado cuenta. El mozo del café habitual  no había podio venir . Había tenido que llamar a otro café de la zona.

- Está bien - dijo Mary. A la noche podía ir a bailar a una  milonga cerca de la calle Corrientes. Había que cambiar, de vez en cuando, para no encontrarse con los mismos de siempre. Para eso Buenos Aires tenía sus ventajas, no como en el pueblo donde los que bailaban tango y milonga eran las caras repetidas que uno podía encontrar en la plaza, cruzando la calle, comiendo en un restaurant, en todas partes.
Tal vez esta noche Julio estuviera en Buenos Aires dando clases de tango salón.
Guillermo puso el aire acondicionado al máximo, como lo hacía siempre antes de salir. Dio un portazo y se fue.

Mary vio a Guillermo, a la distancia, caminaba rápido, como todos, cerca del asfalto. Miraba
la ciudad, por la ventana, desde el piso veinte, durante unos momentos era feliz, así, sola, con todo el espacio a su disposición, sin recibir órdenes ni pedidos del jefe. Los edificios altos, las torres, el río lejos detrás. En una terraza de un edificio más bajo, se veía un rectángulo azul, una pileta de plástico llena de agua  y un niño que jugaba adentro bajo la mirada atenta de una mujer en short y remera. Un pequeño paraíso. Se sentía ridícula, a veces, con esos vestidos de seda, con esos palazzos y collares con que se adornaba para salir de su casa a las seis de la mañana. Una vida tan distinta desde que estaba ahí.

Sonaba el teléfono incesantemente, mientras atendía abrió el último cajón, el que le había indicado Guillermo. Ahí estaban las fotografías.


(c) Araceli Otamendi - todos los derechos reservados

foto: fotografía del Museo Casa de Carlos Gardel - (c) Araceli Otamendi

jueves, 5 de enero de 2012

La carta de Gardel - novela - (fragmento)


Dejó las llaves sobre la mesa, arrojó los zapatos al aire, cayeron cerca  de la ventana y enseguida vio como el pez naranja se agitaba en el agua. ¿Se habría dado cuenta de su llegada?
Desde que llegó a Buenos Aires, a vivir en ese departamento chico, un ambiente, en un piso alto, la única compañía era ese pez de un color tan brillante como las naranjas húmedas con el rocío.
Eran las seis de la mañana y no podía dormir. Se sentó en el sofá, prendió la televisión con el volumen mínimo y buscó en la heladera algo para tomar.
El pez quieto, con los ojos abiertos, suspendido en el agua, era el único paisaje. El día de ayer, el de hoy, hasta hacía pocos minutos había sido intenso, de mucho trabajo, de mucha exigencia personal, profesional.
Se había comprado un traje a tono para acompañar a Guillermo, para no desentonar. El traje le había costado la mitad del sueldo. ¿Era necesario hacerlo?
Día a día se esforzaba para ser la secretaria de Guillermo, esa era la función que tenía, la había elegido, las circunstancias se habían dado así. La posibilidad era esa. Por ahora.
Y ahora, además, se había transformado en la madre, la amiga, la confidente, la analista, además de la secretaria de Guillermo. Él era en la mente de Mary su nuevo mundo: lo ocupaba todo.
El agua Evian sobre el escritorio cuando él llegara, el café pedido al bar más caro, leer a primera hora todos los diarios para comentar con él las noticias del día.

Después de la reunión a la que Guillermo le pidió que lo acompañara, Mary debió quedarse con él en un bar, rememorando, analizando, compartiendo lo hablado, lo ocurrido, lo que habría de ocurrir. La noche se había instalado silenciosa, ahí, en el bar. Apenas se veía desde adentro. Si no fuera por las luces encendidas y por algunas mesas vacías, se estaba en ese lugar como fuera del tiempo.
Guillermo estaba insomne, hablaba de trabajo, comentaba con Mary lo ocurrido durante todo el día, y después lo que pasó en la reunión.
Las palabras iban armando la historia del día.
Mary se quedó callada, tomó el café que él había pedido para los dos y él siguió hablando. Le confiaba sus pensamientos, y Mary asentía. Se quedaron esperando los diarios, ya habían llegado al quiosco. Guillermo leía uno y Mary leía otro, después los intercambiaron. Café tras café, casi habían llegado a la hora del desayuno.
El aroma del café despertó a Mary, la arrancó del silencio en que se había sumido.
- Tengo que irme, - dijo.

Después de todo, se preguntaba Mary, por más que hablaran, por más que él le contara sus pensamientos, sus ideas, siempre había algo desconocido en Guillermo. Algo que nunca podría saber. Una incógnita. Ella era más enigmática todavía. Hablaba menos y observaba más. Muchas veces se preguntaba ¿dónde estaba su verdadera vida? ¿dónde la había dejado? ¿en ese pueblo de la Provincia de Buenos Aires? ¿en la casa que había tenido que abandonar? ¿en las veces en que había ido a bailar milonga y tango? ¿Cuando iba al río o a la laguna a remar con Julio? ¿dónde? La memoria siempre puede tener alguna respuesta. Aquella vez, cuando remaban en el bote con Julio y un barco había perdido naranjas. Naranjas, muchas naranjas chicas, flotaban en el agua y Mary y Julio habían estado de acuerdo: irían buscándolas, subiéndolas al bote, las rescatarían y el jugo de esas frutas les apagaría la sed acumulada de remar al mediodía, bajo el sol. Y pensando en las naranjas, en ese día maravilloso pasado en el río, Mary se quedó dormida.

(c)  Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados
imagen: fotografía tomada en el Museo Casa de Carlos Gardel (c) Araceli Otamendi

lunes, 2 de enero de 2012

La carta de Gardel - novela - (fragmento)


Hacía poco más de un mes que Mary era la secretaria de Guillermo, uno de los principales directores del laboratorio. Había dejado el pueblo no sin ciertas dudas. Y estaba en lo cierto. La nueva vida que le esperaba en Buenos Aires distaba mucho de su vida anterior, en ese pueblo de la provincia de Buenos Aires tan distinto a la gran ciudad.  Mary no conocía a casi nadie aquí, salvo a sus nuevos compañeros de la empresa, y ya había ido a bailar tango y milonga a un lugar, uno de tantos donde se baila.
Tampoco tenía amigas y la vida que llevaba entre su trabajo en la empresa, atendiendo todo el día los llamados del director, recibiendo órdenes, llevando la agenda a veces sin hora de salida, la habían vuelto irritable. Pero una de las verdaderas razones por la que se había ido del pueblo había sido la muerte de sus perros. Los dos perros, esos que había adoptado y a los que le tenía gran cariño habían aparecido muertos en la vereda. ¿Quién podría haber hecho algo así? Eso y el repentino ofrecimiento del director de trabajar como su secretaria en Buenos Aires la convenció y tomó la decisión. ¿La señorita Ana tendría algo que ver con la muerte de los perros? ¿Y el sobrino? ¿Por qué existía tanto odio entre ella y la señorita Ana? ¿y si hubiera sido alguien del laboratorio donde ella trabajaba?
Ahora su vida tenía otro calibre, su jefe, Guillermo, tenía otros gustos, y ella debía atender las ocurrencias de él, que a veces se tornaban imposibles, insoportables.
Como cuando, al segundo día de llegar a Buenos Aires, el jefe la llamó para decirle por qué no estaba la botella de agua mineral Evian sobre el escritorio. Mary lo miró interrogándolo y él enseguida se dio cuenta que no le había dicho nada, que no le había avisado.  Todos los días el agua Evian tenía que estar, sobre el escritorio de él, cuando llegara, además del café, que no sería el de la empresa. Además, Mary, cuando él estaba distraído, se dedicaba a observarlo. Guillermo era un hombre elegante, buen mozo, joven, se cuidaba mucho en la comida. Necesitaba que lo atendieran permanentemente, que
lo asesoraran. Mary  debió cambiar su estilo,  comprarse ropa, nueva, de marca, era necesario vestirse ahora de otra manera. Una gran parte de su nuevo sueldo se lo gastaría en ropa, zapatos y maquillaje.
Por momentos, mientras ella escribía en la computadora alguna carta, alguna nota que él le solicitaba, se le aparecían los perros en la mente, jugando en el jardín, entre las madreselvas y los tacos de reina. Añoraba el jardín, el canto del gallo al amanecer, los ruidos de los pájaros. En ese momento se dedicaba a mirar por los ventanales del piso veinte de la oficina el río, los edificios, las cúpulas, los diminutos autos.

- María - la llamó , él, Guillermo, le decía María y no Mary.

- Sí

- A ver qué te parece esto - le dio un papel escrito a mano

Mary lo leyó. Era un poema. No sabía qué contestar, ella no leía poemas, casi nunca lo había hecho.

- Creo que está bien - dijo

- ¿Te parece?

- Sí - contestó

- ¿Qué poetas te gustan?

- Neruda - se le ocurrió

- Neruda, Pablo - contestó él, como si mordiera las palabras y la miró, escrutándola

- No sé mucho de poetas.

- No me hagas caso. El informe que te dí hoy tiene que estar terminado dentro de una hora, a las cinco tengo reunión ¿lo vas a tener?

- Sí - dijo Mary

- Así me gusta. - Ah, pedime un café, ya sabés adónde .

- Sí

Mary llamó por teléfono a uno de los bares más caros de la zona y pidió un café cortado para Guillermo.
Poco después de tomar el café, Guillermo se puso el saco y salió de la oficina. Antes subió el aire acondicionado al máximo.
Mary se quedó tecleando en la computadora, los dedos se movían rápido sobre las teclas y
cada tanto levantaba la cabeza para mirar por la ventana el río marrón, casi gris a lo lejos, los
edificios y los diminutos autos y colectivos que circulaban por la calle. Esperaba el momento
de salir de ahí para ir a bailar tango.

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

foto: Escalera del Museo Casa de Carlos Gardel (c) Araceli Otamendi