sábado, 31 de diciembre de 2011

La carta de Gardel - novela - (fragmento)


Si alguien estuviera escribiendo una novela y lo hubiera inventado a Julio no podía ser mejor. Julio está sentado frente a mí, parece transparente y sin embargo ... no sé lo que piensa ¿por qué tendría que saberlo? Siempre me gustaron las personas transparentes, esas a la que uno mira a los ojos y les adivina el alma. Sé que no es fácil de comprender, porque yo no lo soy. Muchas personas se equivocan y piensan que soy transparente.
Pero transparente es Julio, y sin embargo parecería que estuviera pensando en algo indescifrable, al menos para mí.
Julio se incorpora y va hasta la ventana que da al jardín. Se queda ahí, de pie junto a los vidrios y se da vuelta. Con tono de voz algo intrigante dice:

- ¿Sabían que Mary se va?

La señorita Ana se sorprende. No digo nada pero yo ya lo sé. Ella me lo lo ha  dicho esta mañana. El director del laboratorio le ofreció el puesto de secretaria de él, le doblan el sueldo que cobra como secretaria de la señora Nelly y ella aceptó.

Nos habíamos reunido en un bar, frente al hotel. Habíamos quedado en vernos a las diez. Mary llegó
puntual, yo había llegado unos minutos antes. Cada una pidió un café y yo una botella  de agua mineral para las dos.
Mary me preguntó qué me parecía el ofrecimiento y le dije que seguramente ella ya tenía la decisión tomada.
Sólo le hice una pregunta:

- ¿Y el tango, Mary?

Se quedó callada durante algunos segundos. Después dijo:

- En Buenos Aires va a ser distinto. Hay muchas milongas, diferentes horarios, voy a poder seguir bailando.

La miré, casi la estudiaba. ¿Era una buena decisión? Seguramente lo sabría más tarde, el tiempo siempre tiene las respuestas.

- No se preocupe por mí - dijo

- Yo no estoy preocupada, Mary -

- Tengo que pedirle algo

-¿Qué cosa?

- No tengo a quién dejarle mi casa, ni el jardín ni el gallinero. Con la señorita Ana no me llevo bien, usted sabe.

- ¿Y?

- Le pediría que nada más, de tanto en tanto, cuando usted venga al pueblo, se dé una vuelta por mi casa. Mientras dejaré una persona que la cuide.

-¿Hasta cuándo tiene contrato?

- Por ahora es un año. Después veré, no sé qué voy a hacer.

- ¿Dónde va a vivir en Buenos Aires?

- La empresa me paga el alquiler de un departamento mientras dure el contrato.

- Está bien - acepto. Mientras usted esté viviendo en Buenos Aires, le prometo que daré una vuelta por su casa, cada vez que venga al pueblo a investigar. Estuve a punto de preguntarle cómo era el director del laboratorio. ¿Tendría Mary y una relación sentimental con él? Muchos de los rumores que circulaban en la empresa se referían a eso, a la relación de Mary con uno de los directores.
Los desestimé, había tantos y tantos rumores, eran como un veneno que contaminaba el aire. Y ahora esta noticia, ¿confirmaba el rumor?
Dejaría la pregunta para más adelante. Tal vez para hacérsela en Buenos Aires.

Casi enseguida de aceptar me arrepentí, una responsabilidad más, algo más en mi vida que pretendía ser libre, ocupada sólo por el trabajo de investigadora. Pero esta oportunidad que me brindaba Mary era única: podría entrar y salir de la casa cuando quisiera, investigar: Mary me había entregado las llaves de su casa. Hasta podría ver desde la casa de Mary la casa de su vecina, la señorita Ana. Y tal vez eso, en el estado actual de la investigación la hiciera avanzar.

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

jueves, 29 de diciembre de 2011

La carta de Gardel - novela - (fragmento)


La señorita Ana toma en sus manos una cigarrera: era de una de las hijas de Adela, dice. Es una caja rectangular, dorada, con algunas partes de metal oscuro, como si estuviera gastada. La usaba cuando iba a bailar, o a una fiesta, aclara. No le pregunto nada, la dejo hablar y mientras ella me cuenta la historia de la cigarrera, ese objeto tan anacrónico, me acerco y tomo la cigarrera en mis manos. La abro.
Adentro está nueva, es una caja con distintos compartimentos, me asombra ver ese objeto tan en desuso. La señorita Ana me explica que la ha guardado como guarda tantos recuerdos ahí en esa casa. Como había guardado la carta de Gardel durante tantos años hasta que alguien se la llevó. O al menos, alguien sacó la carta del lugar donde estaba y la ocultó. Miro a la señorita Ana, quien sigue sacando distintos objetos posados en una mesa y me los va mostrando. Cada uno de ellos tiene una historia distinta: un abanico, parece de nácar,  un cuchillo que luego me entero es un cortapapeles, la figura de un Buda gordo, de porcelana verdeazul.
La señorita Ana se sienta en un sillón, me pide que me siente en otro. Al lado de una mesa baja, hay apilados libros, revistas, enciclopedias de plantas. A través de la ventana se puede ver la luz de la tarde, cómo se entremezcla con las hojas de los árboles. Hay muchos pájaros ahí afuera, en el jardín,  entonan diversas melodías. Creo reconocer alguna.
La señorita Ana me ofrece un té, le digo que sí. Ella va hasta la cocina y aprovecho para mirar un álbum de fotografías que está sobre la mesa.
Mientras estamos tomando el té y la señorita Ana me indica cuál es la fotografía de la dueña de la cigarrera, se escucha el motor de la Harley-davidson afuera.
Poco después Julio, el profesor de tango golpea la puerta.
La señorita Ana le abre y Julio entra como si lo estuviéramos esperando. Desde la noche anterior, cuando me fuí del bar donde él daba clases de baile, empecé a tomar distancia de Julio. Al menos en la mente. Ya no me sentía cerca. Ya no quería que se me acercara. Julio había llamado al hotel, varias veces, no había querido atenderlo.
Últimamente me había tratado como si tuviera planes, planes que él solo conocía, pensaba. Era una sensación, tal vez lo intuía. Era desagradable y violento a la vez, haber hecho eso, pensaba. Estar en los planes de otra persona, sin saber cuáles eran.
Y fue ahí, creo, casi sin darme cuenta, cuando empecé a distanciarme.
Se sentó frente a mi, en otro sillón. Apenas lo había saludado, ¿habría hecho bien?.

-¿Qué tal? - preguntó

- Bien - dije, por compromiso y por estar en una casa que no era la mía.

La señorita Ana le sirvió a Julio una taza de té mientras yo continuaba mirando las
fotografías. Apenas levanté la vista me di cuenta que Julio me miraba, como interrogándome.

(c) Araceli Otamendi - todos los derechos reservados

fotografía: escalera de la Casa Museo de Carlos Gardel (c) Araceli Otamendi

viernes, 23 de diciembre de 2011

La carta de Gardel - novela - (fragmento)


Las clases de tango y milonga seguían y yo ya estaba un poco harta de mirar a Julio, cómo bailaba con las alumnas, no sabía a qué hora terminarían las clases, así que me me fuí. Ya conocía los movimientos del tango y la milonga, los pasos, la música, me sentía lejana, a la seducción de esa música y ese baile, como una extraña. Lo mío evidentemente, no era el baile.
Caminé rápido hacia el hotel por la calle principal del pueblo, todavía los restaurants estaban llenos, las vidrieras iluminadas, se anticipaba el fin de semana. Me sentí bien en la calle, con el viento fresco, las hojas de los árboles se movían y las sombras se veían reflejadas en los vidrios de los negocios. Eran pocas cuadras, enseguida llegué al hotel. La empleada de recepción me entregó un papel, un mensaje seguramente.
En lugar de subir enseguida a la habitación, pedí un café al bar y me senté en la computadora del hotel.
Empecé a abrir los correos. Había un mensaje de Mary, tenía que verme, era urgente, decía. Tenía novedades en el trabajo y tenía que tomar una decisión. También llegaba un amigo de Francia, venía a Buenos Aires, quería verme ¿estaría yo en Buenos Aires para esa fecha? No lo sabía, aún no. La señora Nelly, la contadora de la empresa donde trabajaba Mary, también quería verme. Cerré los mensajes, no contesté ninguno. El café tenía buen sabor.
Ahora, seguramente, no podría dormir. Pasajeros que llegaban a pasar el fin de semana, huéspedes que volvían a dormir, el hotel se iba llenando.
Decidí subir a la habitación. Fuí por la escalera. Ya en el cuarto advertí que algunas cosas habían sido cambiadas de lugar, como si alguien las hubiera estado revisando. En realidad no tenía nada que fuera de interés, ni notas, cuadernos, ni computadoras. Abrí el mensaje que me dieron en la recepción. Era un llamado, de Buenos Aires. Nada importante.
Bajé la persiana, el cielo tenía nubes grandes y estaba gris, plateado, se anunciaba tormenta. Con el control remoto prendí la televisión, puse un documental de animales. Casi enseguida me quedé dormida. Soñé con un búho, cómo me miraba ¿quería decirme algo? Al despertar recordé el sueño. Pensé en el significado, el búho ¿era el anuncio de noticias buenas o malas?
También sabía que una posible interpretación de soñar con un búho era el acercamiento de una
persona mentirosa. ¿Cuál de todas las personas que se me acercaban vendría con mentiras? ¿hasta qué punto tendría que pensar en este sueño, atribuirle algún significado?  Y sin embargo, el búho, ese pájaro que me miraba fijo en el sueño, me estaba alertando acerca de algo. ¿Sería posible escapar de lo que el sueño presagiaba? Como decía Marguerite Yourcenar, siempre se cae en alguna trampa.
Era de madrugada cuando empezó a llover, las gotas de la lluvia producían una especie de música mientras golpeaban en la ventana.




(c) Araceli Otamendi - todos los derechos reservados

imagen: fotografía escalera del Museo Casa de Carlos Gardel (c) Araceli Otamendi

lunes, 5 de diciembre de 2011

La carta de Gardel - novela (fragmento)


Así como Cortázar dijo que el grandísimo cronopio Nijinsky había descubierto que en el aire hay columpios secretos y escaleras que llevan a la alegría, en un teatro parisino donde se presentaba Louis Amstrong, se me ocurrió pensar mirando al otro Julio bailar tango con sus alumnas, que él también había descubierto ahi en la pista algunos juegos que llevan a la alegría. Lo miraba bailar, no me cansaba de hacerlo, tenía la certeza de que jamás iba a aprender a bailar el tango por más que Julio me lo había propuesto en varias oportunidades.  Pertenecía a otra generación, me había acunado otra música que encendía mis sentidos y los amplificaba. ¿Por qué había aceptado este caso? ¿Por qué seguir buscando la enigmática carta? Sólo tenía testigos como la señorita Ana para saber que alguna vez Gardel había escrito la carta. Y estaba la fotografía de Adela, y algunos otros objetos, una cigarrera dorada, por ejemplo, de una de las hijas de esa mujer extraña. Una mujer extraña, sí, porque con su mandato, el de guardar la carta del Zorzal como una reliquia había llegado a  inquietarme. Julio me dijo que lo esperara. No iba a terminar muy tarde con las clases, tenía ganas de hablar, dijo, cosa que me pareció algo rara porque Julio era de hablar poco.
En Buenos Aires, el salón donde enseñaba a bailar tango Julio era grande. Esa noche había varios hombres y
mujeres y la profesora de baile, tango y milonga era una antigua alumna de Julio. Pedí un café y me entretuve mirando el espejo donde se iban reflejando las siluetas de las parejas que daban pasos al ritmo de un tango o de una milonga. Me divertí pensando que dentro de unos días, pocos, llegaba una de mis amigas, vivía en Europa y seguramente querría venir a ver y tal vez a aprender a bailar el tango. Y tal vez harta de vivir en otro país o de hablar en un idioma distinto, venía  a quedarse definitivamente aquí, en la Argentina.

(c) Araceli Otamendi - todos los derechos reservados

fotografía: Café de los Angelitos, vista lateral desde la calle (c) Araceli Otamendi