viernes, 29 de julio de 2011

La carta de Gardel - novela - (fragmento) - Araceli Otamendi


Fotografía tomada en el Museo Casa de Carlos Gardel
(c) Araceli Otamendi



Sentada en el boliche, frente al río, bebe cerveza y come una picada. La última Harley-davidson ha estacionado frente a ella. No conoce el lugar, es la primera vez que llega hasta ahí. Está lleno de palmeras, las mesas y las sillas son de playa. A lo lejos se ve correr a niños, jugar a la paleta en la playa de arena dura, sucia, oscura.
Escruta las caras de las personas sentadas en la vereda: no son tan jóvenes, alrededor de los treinta.
Mira el vaso de cerveza amarilla, la espuma blanca y alta y a punto de beberla mira el río color marrón, el cielo azul, las nubes blancas con forma de caballo y también mira  el caballo que pasa tirando del carro conducido por un niño, los otros dos van detrás, dejándose llevar como la vida con un paso lento, entre los autos y entonces recuerda ¿recuerda? Por qué está ahí, ¿por qué está en realidad? Sabe y no sabe por qué…
Investiga acerca de la carta, la carta de Gardel. La señorita Ana Lazio le ha encomendado la investigación. 
Y ese hombre ahora ahí, en la mesa cerca, ¿era el mismo que viajaba en el ómnibus de la noche? Tenía botas blancas, jeans y una campera de cuero. De su cara no se iba a olvidar: la piel mate, los ojos rasgados, la nariz aguileña, el pelo largo. Había llegado en una Harley-davidson como casi todos los que estaban en ese lugar. ¿Pero qué hacía viajando en el mismo ómnibus que ella?¿era una casualidad? ¿y por qué no? Ella lo miró de frente, él también. Sus miradas se cruzaron durante unos instantes. El había subido al ómnibus después que el gordo que estaba en el asiento de al lado se bajara en un pueblo. Entonces ocupó el lugar vacío este hombre que estaba ahí, con esas botas blancas…
¿Y si ese hombre fuera un detective? ¿Y si ese hombre de las botas blancas y la Harley –davidson estuviera siguiéndola? ¿por qué lo haría? Se preguntaba.
Pronto volvería a la casa de la señorita Ana Lazio, había olvidado hacerle algunas preguntas. Entonces fue el hombre el que se acercó hasta ella y ella adivinó, lo que él iba a decir.

 (c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

martes, 26 de julio de 2011

Roberto J. Payró

Roberto J. Payró nació en la ciudad de Mercedes, Provincia de Buenos Aires y murió en Lomas de Zamora, en la misma provincia. (1867-1928).
Fue periodista, novelista, cuentista y dramaturgo. La vocación literaria de Payró aparece confundida estrechamente con su inclinación periodística. Sus ensayos juveniles -versos, cuentos, dramas - reflejan en sus ingenuidades y balbuceos lecturas copiosas y apetencias de vida aún no encaminadas. Es a partir del ejercicio del periodismo, ejercicio tenaz, obstinado y sin pausas, que el escritor que habita en el joven Payró madura para la creación. En la práctica diaria del periodismo, que supone conocimiento real de los problemas, ahondamiento de la realidad, penetración del país, Payró descubre los personajes que van a animar sus cuentos, sus novelas, sus dramas. A menudo Payró se queja de su obligado quehacer en las redacciones de los diarios. El personaje de uno de sus cuentos exclama, sin disimular el acento autobiográfico: "Oh, escribir, escribir siempre, sin tregua, como máquina, para ganar apenas con qué sostenerme, con que sostenerla...".
Payró es el primer periodista moderno argentino que introduce como práctica en su trabajo el viaje y la gira de estudio. Y es conveniente tener en cuenta esa prioridad, que ostenta en todos los órdenes, a los que el mismo medio lo lleva a militar.
La quejumbre dramatiza las circunstancias difíciles del oficio, pero soslaya la inmensa riqueza, el repertorio de temas y personajes que a su vez le depara al escritor. La visión ecuánime que da la perspectiva permite afirmar que la obra literaria de Payró no se explicaría sin su ejercicio del periodismo. En todo caso, tendría otro carácter.
Roberto J. Payró desempeñó una labor importante en La Nación, de Buenos Aires. Muchos de sus
artículos fueron recogidos en Los italianos en la Argentina y La Australia Argentina. Si obra representa uno de los ejemplos de la fusión culta y popular en las letras argentinas. Su prosa se caracteriza por una admirable fluidez, una sintaxis clásica, una ironía en ocasiones cruel y el humor.

Sus narraciones presentan elementos característicos de la tradición hispánica de la picaresca trasladados al ámbito gauchesco. Entre las novelas que escribió conviene destacar El casamiento de Laucha y Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira. También escribió novelas históricas como El falso Inca, El capitán Vergara, y El mar dulce. De su producción cuentística se puede citar Pago chico, Violines y toneles, Historias de Pago chico, y Nuevos cuentos de Pago chico.
Entre sus obras dramáticas se pueden citar: Canción trágica, Sobre las ruinas, Marco Saveri, El  triunfo de los otros, Vivir quiero conmigo, Fuego en el rastrojo, Alegría y el sainete titulado Mientraiga, estas dos últimas obras son póstumas.

bibliografía:

Roberto J. Payró, La Australia Argentina, Selección Roberto J. Payró, prólogo de Raúl Larra, Editorial Universitaria de Buenos Aires
Pilía, Guillermo, Diccionario de escritores bonaerenses (Coloniales y siglo XIX). La Plata, Instituto Cultural de la Provincia de Buenos Aires, 2010.

sábado, 16 de julio de 2011

Las ciudades y las artes* - Leonardo Lugo

dibujo, técnica mixta: (c) Araceli Otamendi


Las ciudades y las artes*




Hay ciudades que caben en la palma de la mano. Hay ciudades que no pueden ser abarcadas ni por la mirada de un monstruo de mil cabezas.

Zedonia no pertenece a ninguna de estas dos clases. Su grandeza no puede ser medida por la cantidad de terreno que ocupa o lo populoso de sus habitantes. ¿Acaso la bondad de los dioses es directamente proporcional al número de favores que les confieren a sus fieles?

Zedonia tiene de la poesía el misterio; de la música, la simetría; de la arquitectura, el equilibrio mágico entre la estética y la funcionalidad; de la pintura, la diversidad cromática; de la danza, cierta gracia capaz de sustraernos del mundo cotidiano; de la escultura, las formas trabajadas que nos cuentan de su primitivo pasado de piedra; del cine, ese estado que instala al espectador entre lo real y el sueño; del teatro, la fabulación que uno acepta con decoro; de la fotografía, el poder de hacernos conscientes de que aún estamos vivos.

Cada habitante de Zedonia se convierte, gracias a un imperceptible toque de ilusionismo, en personaje de su propia tragedia. Es así que el papel que desempeña intenta llevarlo a cabo con la mayor habilidad posible. Más de uno sospecha que quien lo ha creado se basó en un modelo preexistente y, en medio de estas cavilaciones, busca hallar al original del que él es imitación. Ahora bien, si todo aquel que vive en Zedonia es copia o recreación de un original ¿no es, por lo tanto, la propia Zedonia un mero reflejo de otra Zedonia quizá más egregia, más magnánima que la actual? Y, a su vez ¿esta otra Zedonia será dúplice de otra Zedonia más añeja?

Una vez que han remontado el hilo del pensamiento hasta alturas vertiginosas, los habitantes de Zedonia desisten, aunque sea momentáneamente, de buscar esa especie de sosías o matriz primera. No obstante, siempre está la posibilidad de un encuentro fortuito con el otro; con ése que es uno mismo pero cuya vida es el reverso del negativo. Por eso cada habitante de Zedonia, según se ha escuchado decir, todavía aguarda el momento en que la existencia lo ponga cara a cara con su propio destino.



© Leonardo Lugo



*cuento inspirado en Las ciudades invisibles de Ítalo Calvino


Leonardo Lugo nació en Quilmes, en 1983. Vive en Florencio Varela. Es profesor de Lengua y Literatura (ISFD N° 50, Berazategui). Licenciatura en Enseñanza de la Lengua y la Literatura (en curso), por la Universidad Nacional de San Martín. Intereses: la didáctica de la literatura; específicamente, la didáctica de la escritura de poesía.

martes, 12 de julio de 2011

La carta de Gardel - novela - (fragmento) - Araceli Otamendi

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fotografía tomada en el Museo Casa de Carlos Gardel
(c) Araceli Otamendi



En viaje hacia un pueblo de la provincia


Tocaba el revólver que siempre llevaba encima. Ahora lo tenía en la espalda. Era un calibre 22. Dentro de unas tres horas estaría en el pueblo, entonces habría amanecido y se encontraría con la señorita Ana Lazio, su cliente. Hacía días que no hablaba con ella. A veces le resultaba imposible. En el pueblo las casas tenían teléfono pero la señorita Ana vivía en el campo cuando no estaba en el hotel.Y no le gustaba recibir llamadas, tampoco le gustaba hablar mucho, más bien parecía disfrutar en vivir aislada.
Hubiera jurado que el gordo se había sentado ahí al lado de ella porque estaba siguiéndola. Muchas veces se había equivocado. Últimamente no tenía certezas de nada. Las estrellas celosas, repetía el verso, las estrellas celosas, pensaba. ¿Y si todo fuera una cuestión de celos? La voz de Gardel, el que cada día canta mejor volvía a entonar la canción. Según Julio Cortázar para escuchar a Gardel hay que hacerlo en una victrola, como lo escuchaba la gente que no podía escucharlo en persona. Pero ¿dönde había una victrola en todo Buenos Aires? Laura recordaba a Silvia, su hermana mayor. Ella sí había conocido una victrola en la casa de sus abuelos y también ahí había escuchado por primera vez un disco de Gardel. Fue algo mágico: poner en una especie de caja que descubrió levantando la tapa del mueble, ese objeto redondo, negro, de un material distinto al de las muñecas gigantes que tenía, dar vueltas a una manija y escuchar a todo volumen un disco de Gardel. Después el alboroto, los gritos, los adultos precipitándose sobre ella, los discos se rayan… Después no sirven más. ¿Y la memoria? Ese era un recuerdo prestado, un recuerdo de Silvia, algo que alguna vez le había contado a Laura.
Una andanada de bichos verdes chocó contra el parabrisas del ómnibus, después un pájaro se hizo trizas contra el vidrio. El chofer frenó de golpe. Se escuchó un chirrido seco. El ómnibus se detuvo y uno de los choferes, el acompañante que no conducía abrió la puerta y bajó. Me apuré y bajé yo también. Tenía que estirar las piernas. Lo de los bichos verdes no lo entendía. No eran langostas, tampoco eran luciérnagas, tenían un olor como a aceite de máquina, nada vegetal. El pájaro estaba muerto, era un manojo de plumas ensangrentadas y el chofer del ómnibus miró alrededor asegurándose que todo estuviera tranquilo. Le pregunté a él por los bichos verdes y como toda respuesta obtuve:

-         Volvé a tu asiento, haceme caso, y cuidáte…..

Era casi una orden, me pareció, por el tono en que me lo dijo….

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

lunes, 11 de julio de 2011

cuento: Herminio H. - Cristian Vitale

(c) Eugenio Daneri


 Herminio H.
Mi alma no va en el camino,
por dentro no soy carrero.
(Romildo Risso)

Es que voy sobre la mar
sin aire, ni cielo, ni agua.
(Atahualpa Yupanqui)
 
   “Yo ando de paso por acá”, dijo un día; él, que hacía sesenta años, poco más, poco menos, que se había establecido en mi pueblo, “yo soy de Santiago del Estero”.

     Herminio H. Chavero, el Solo, como le decían en el pueblo, había nacido a principios de siglo en algún pueblo escondido y silencioso de Santiago del Estero y había hecho sus maletas de muy pequeño, quizá diez o doce años, siguiendo el exilio forzado de sus padres, para terminar después de algunos recovecos y remansos del camino en otro pueblo escondido y silencioso, esta vez en el Noroeste de la gran provincia de Buenos Aires, llamado con mismo nombre de aquel otro exiliado don Francisco Héctor Madero, muerto pero recuperado simbólicamente en el nombre de un pequeño pueblo argentino; el mío. Su madre (su padre murió antes de llegar al pueblo) dicen que fue buena empleada de don Marino y doña Luisa Boccanera. Doña María había muerto en el tiempo en que en el pueblo empezó “la seca del 86” y Herminio, que vivió una vida lenta pero errante, de chacra en chacra, se quedó solo en la casa que compartió con su madre, esperando, parecía cuando se lo miraba, solamente que todo se apague, de una vez por todas, para él también.
     “Yo ando de paso por acá”, dijo una tarde; “yo soy de Santiago del Estero”. Herminio no tenía, salvo algunos rasgos quechuas y unos pocos, aunque intensos e indelebles, recuerdos, nada que hiciera pensar en un santiagueño. Tendría alrededor de setenta años, poco más, poco menos. A los diez o doce se había ido sin haber vuelto, según dice, jamás, y seguía siendo, también según él, un santiagueño, vale decir, un desterrado.

     Yo era muy chico cuando lo conocí a Herminio. Fue en el año de la seca, en el 86.  Todo era muy raro cuando yo estaba con él, a veces era incómodo incluso, y sin embargo yo lo buscaba. Durante un año, poco más, poco menos, lo visité casi todas las tardes. Entre las dos y las tres llegaba y a la tardecita me iba, sintiendo cada vez lo que había sentido, sin embargo, desde un principio. Me atraía yo creo su soledad. No entendía cómo era posible vivir esa soledad tan exacta, tan perfecta. Su madre, según él su única compañía desde que murió su padre, su tierra en el destierro como a él le gustaba metaforizar, ya había muerto cuando yo lo conocí. Su padre, peón de campo en Santiago mientras duró, había muerto antes de llegar al pueblo, “perdón, después de salir”, se corregía él. Y ahora Herminio vivía solo, completamente solo, sin bajar una sola vez al pueblo desde la muerte de su madre, y eso creo que era lo que a mí más me atraía del viejo. También me atraía su forma de ser. Herminio no se parecía mucho a nadie. Era como un extraño, como un extranjero en ese pueblo donde las personas se parecían todas en su forma de vestirse, de caminar incluso, de apoyarse contra un tapial, de mirar para abajo, de golpear las manos frente a una puerta, de saludar, de estar sin hacer nada, de hablar del tiempo, de ubicar la pausas, las comas, y hasta de buscar un objeto perdido. Él era otra cosa, de otro modo, que yo no podía, ni quizá pueda ahora, definir con palabras, pero que intuía perfectamente y eso me atraía, casi fatalmente, a él. La impresión que yo tenía era la del misterio; era como que el viejo estuviera envuelto, no sé si esa es la palabra, como enredado, en algo que quizá no fuera él, que no era su cuerpo quiero decir, su ropa, pero que iba con él, como una sombra transparente e incolora reflejada por su propio cuerpo y sobre su propio cuerpo, misteriosamente. De todos modos, también había cosas que, aunque con el tiempo fui aceptando, en un comienzo me hicieron sentir muy mal, me hicieron daño. Sobre todo quizá su indiferencia. Si bien, como ya era un ritual, yo no iba directamente a su casa, sino que pasaba por allí, haciéndome el distraído, y esperaba su silbido para recién ahí irme a sentar con él; si bien eso, el viejo, durante toda mi “visita”, estaba como ido. No sé, parecía en otra parte, y a mí literalmente me ignoraba. Herminio no me dirigía una sola mirada en toda la tarde y cuando lo hacía parecía producto del azar; ni siquiera cuando él o yo (cosa que ocurría raras veces) decíamos algo. Alguna vez tuve la espantosa sensación de que el lugar que yo ocupaba, arriba de un tronco viejo y muerto, seguía vacío; que yo no existía o existía pero no para él. Eso me molestaba mucho, quizá demasiado como para entender mi insistencia en volver cada tarde a su casa vieja y sola, allá en los perdidos confines casi invisibles y olvidados del pueblo. Pero lo perdonaba. Quiero decir, interiormente lo perdonaba, porque él nunca pareció necesitar mi perdón. Yo seguía llegando a él como a una fatalidad. Yendo tras de él como tras de una sombra que nos precede y de alguna manera nos condena a ella o nos guía, hacia el barro o a la arena, hacia el sol o hacia otra sombra, irremediablemente, a pesar nuestro o a nuestra costa, siguiéndola sin alcanzarla como el gato al ratón, siguiendo lo inasible pero cierto, lo muerto pero real, lo próximo pero imposible, la forma negra pero incorpórea de nosotros mismos, como una pena o como un don, como una gracia o la huella de un dolor, trágica, irreparablemente. 
     Había cosas, como decía, que me atraían de Herminio y otras que me provocaban rechazo o distancia, que me hacían daño, como ya dije. Pero había otras cosas que me producían ambas reacciones a la vez. Y eso era lo más frecuente. Por ejemplo su silencio. El silencio era en él como una religión, quizá involuntaria, pero santa. Y él era su dueño. Si en algún momento de la tarde a él se le ocurría hablar, sin causa visible alguna, entonces hablaba, sin preámbulo, ni aviso, ni cambio de posición, él hablaba. Y no importaba mi reacción, ya que no parecía tenerla en cuenta para nada. Decir por lo tanto que yo era su interlocutor sería exagerar o falsear las cosas. Él hablaba, sin que nunca fuese claro si se dirigía o no a alguien, incluso a sí mismo. Yo al principio, siguiendo las normas más elementales del diálogo, asentía o manifestaba mis reservas o mi duda respecto de lo que el viejo decía con algún sonido o con el movimiento inútil de mi cabeza, pero él seguía inmóvil mirando el horizonte o las cruces de ladrillo en el suelo, símbolo visual y mudo de la ausencia de sus padres, de su presencia perdida. A veces incluso ni siquiera terminaba sus frases y me dejaba esperando el resto de la tarde, como ya creo haberlo dicho, por lo general infructuosamente. Sí, era raro; Herminio, todo allí era raro. Había días incluso que yo dudaba si ir (mi madre nunca supo adonde pasaba yo mis tardes, o tenía un dato falso más bien), pero siempre terminaba enfilando, casi involuntariamente, engañado por mí mismo, para “el lado del Solo Chavero”, y el fantasma siempre vivo de su difunta madre. Cuando llegaba cerca de su casa, indefectiblemente, el viejo me pegaba el silbido. Entonces yo cambiaba mi dirección y enderezaba para el lado de su casa, en donde un tronco viejo e incómodo, vacío, un viejo paraíso creo, o un eucalipto, al lado del suyo, me esperaba como todas las tardes, mirando al este, hacia la declinación de la tarde. Y ahí estábamos, yo esperando siempre, ingenua e íntimamente, que el viejo iniciara una conversación, y él, inmóvil, como ido, con los ojos fijos en el árbol único, en la línea del horizonte a lo lejos, en el sol cayendo sobre los campos, o en las cruces mudas de ladrillos que recuperaban de algún modo la ausencia; ahí estábamos, juntos o más bien los dos solos, las horas, al lado, pero infinitamente distantes.
-         Cómo va don Herminio.
Y ahí quedaba todo. Llegaba la tardecita y yo me iba. Al otro día todo se repetía, “cómo va don Herminio”. Y así, durante un año, poco más, poco menos, el año de “la seca del 86”.
   
     Pero pronto comencé a sospechar que sus silencios no eran meramente despectivos o indiferentes. Empecé de a poco a tratar de darles un sentido que los hiciera inteligibles o significativos, parecidos a palabras quiero decir. Poco a poco comencé a aprender o inventar más bien un código, un precario lenguaje, un sistema propio que me permitía, o me hacía creer que me lo permitía, escuchar las palabras que iban detrás de cada uno de los silencios. Llenar el vacío que me envolvía y me intrigaba con un sentido más o menos arbitrario pero producto de un sistema que no dejaba de tener su lógica. Convertir, quiero decir, o traducir quizá, esa ausencia, ese vacío, en un lenguaje que aunque confuso y tal vez no del todo confiable, era lo único que podía sacarme de ese hueco, por llamarlo de alguna manera, en el que el silencio del viejo me había dejado o me dejaba más bien cada tarde.
     Comencé, entonces, a estudiar e interpretar esos silencios, ese misterio. Me fijaba en su duración, su intensidad, esto es, la intensidad de la sensación de vacío que provocaban en mí, medía el contraste entre el silencio y las palabras que lo precedían y que lo sucedían (que no siempre pertenecían a la misma tarde), según quién las hubiese dicho o cómo, etc., etc.. Gradualmente me fui autoconvenciendo de que ese silencio, esa ausencia de sonidos o palabras, no era por decirlo así una ausencia de ser, sino que era de algún modo, yo me consolaba, una ausencia de materia, una presencia muda. Y eso me permitió seguir insistiendo en ir, tarde tras tarde, a la casa de un viejo solo y, según se decía (aunque ya casi no se hablaba de él en el pueblo y algunos decían que ya debía haber muerto hacía mucho), y según se decía medio loco, que nunca me dirigió, lo que se dice dirigir, la palabra, que hablaba al vacío o al horizonte o a unas cruces de ladrillo dibujadas en el suelo, que me hacía sentir inexistente o invisible, que parecía andar siempre en algún lugar lejano o muerto, en el pasado quizá, un viejo que decía que estaba de paso en el lugar donde pasó toda o casi toda su larga vida.  

     Un día, cerca del ocaso, don Herminio miraba el sol, cayendo hermoso sobre los campos del este. Noté algo raro en su manera de mirarlo, pero no entendía qué. Decidí, no sin algo de temor o de misterio, acercarme para entender. Él, como siempre, no se inmutó, pero quizá involuntariamente hizo su cuerpo hacia un lado, permitiéndome sentarme en su mismo asiento de árbol seco y muerto, a su lado. Me senté, casi rozando su cuerpo. Intenté cuidadosamente, mis ojos fijos en el oriente, hacia el ocaso, seguir su mirada. Cuando lo logré, sentí un escalofrío y un gradual pero definitivo espanto. Herminio, aunque seguía minuciosamente el recorrido del sol cayendo mudo hacia el este, no miraba exactamente el sol. Herminio tenía los ojos clavados, aunque imperceptiblemente móviles, en un punto ubicado unos centímetros atrás del sol; un poco más arriba, quiero decir, en el vacío inmediatamente anterior al paso del sol. Como si su mirada estuviera levemente desfasada respecto, no de la realidad, sino de la realidad presente; o como si el sol no fuese lo que le interesara sino su huella, su pasado, su trazo lento y repetido por el cielo, su inscripción invisible en el vacío del aire. El espanto entonces se hizo grito y el grito llanto. Rompí en un horrible llanto porque sentí vagamente que uno de los dos no existía, o existíamos, sí, pero en lugares o tiempos diferentes, lejos, muy lejos, uno del otro.
     Cuando dejé de llorar, me fui calmando poco a poco y lo volví a mirar, con el cuerpo levemente hacia atrás, asustado aún. Herminio no se movió. Parecía, una vez más, no interesarle que yo estuviera ahí, casi muerto, a su lado, lleno de terror. Le grité, por primera vez, “pero qué mira”. No me contestó, o al menos no dijo nada. Su indiferencia me llenaba de odio. Le volví a gritar, indignado, “pero qué carajo mira, viejo de mierda”. Dos o tres minutos después, quizá más, bajó la mirada. El sol ya se había puesto, rojo, sin vida, definitivo, en los campos del este. Paseó los ojos por el horizonte lejos, lentamente, y fijó la vista, silencioso, en las cruces de ladrillo que trazaban en el suelo el dibujo de una presencia perdida, pasada, o presente pero muda. Luego llevó su mirada, sin esfuerzo, sin ruido, hacia el paraíso viejo y roto del que yo me había levantado. Y volvió a callar.  

 (c) Cristian Vitale

La Plata
Provincia de Buenos Aires

miércoles, 6 de julio de 2011

La carta de Gardel - novela (fragmento) - Araceli Otamendi


fotografía tomada en el Museo Casa de Carlos Gardel
(c) Araceli Otamendi


Adela y Matilde - Buenos Aires


- ¿Por qué revolvés ahí adentro? ¿No sabés que ahí están las cartas? - dijo Adela

- No estaba revolviendo sus cartas, mamá. Estaba buscando mi estola de piel - contestó

Matilde

- ¡No tenés vergüenza! Te querés hacer la bacana ahora, ¿acaso te dejaste engatusar? y

todo por ir a esa radio...

- Mamá ¡usted no tiene derecho a decirme esas cosas! ¿Por qué no pone un disco de

Gardel?

- ¡No tenés vergüenza! Y yo que te crié con leche de burra me contestás así,

¡desagradecida!

Adela subió el tono de voz y levantó la mano amenazante. Matilde revolvió el ropero y

arrojó varios vestidos sobre la cama hasta que finalmente encontró uno de color verde

que se probó sobre la ropa, frente al espejo.

- Me hubiera dejado morir, mamá, no me hubiera dado nada

Adela empezó a llorar. Dos lagrimones corrían por sus mejillas derramándose

lentamente.

Matilde fue acomodándose el pelo frente al espejo. En ropa interior, se untó la cara con

una crema bastante pastosa. Después empezó a maquillarse lentamente, como si fuera a

actuar y no como si sólo hablara por radio.

- ¡Eso es lo que te tiene mal a vos! - gritó Adela desde la cocina. - La radio es lo que

te tiene mal.

- ¿Por qué no se calla? - contestó Matilde mientras iba hacia la victrola ...

Segundos después el disco de vinilo empezaba a girar. Segundos después se escucharía

en la casa y en las de alrededor, la voz del Zorzal...

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados