martes, 29 de noviembre de 2011

La carta de Gardel - novela -(fragmento)


Adela sueña con instalarse en la gran ciudad. No puede más ahí, le da tristeza cuando cae la tarde, el mugido de las vacas, el canto de los pájaros, el repliegue de éstos hacia los árboles, no puede más. Ahora que conoce a personas que integran ese gran mundo del que ella por ahora está excluida, Gardel,  ese hombre, ese que fue el Presidente, con el que bailó en una fiesta antes de que lo fuera, no quiere estar  ahí, en el campo, viviendo una vida de provincias.
Y Adela sueña, como sueña el próximo hijo ¿será nena? que tiene en su vientre. Atesora la carta de Gardel, nada ni nadie se la podrá quitar. Un ruido de vidrios rotos la conjura hacia la cocina. Sobre las baldosas, negras y blancas en damero, se ha caído un frasco de sal. ¡Mala suerte! En el hotel nadie está levantado a esa hora. Y ella, se agacha, levanta su pollera y traza una gran cruz en la sal, y arroja, además una pizca por sobre el hombro izquierdo. Adela se acerca a la ventana, afuera está oscuro, sin embargo  puede ver desde ahí la silueta de algún caballo.
¿Pero quién, qué cosa tiró el frasco de sal al piso? ¿acaso será un alma en pena? Por las dudas, Adela reza, y también sueña. Sueña que un día se va de ahí a la gran ciudad, Buenos Aires.



Lejos de ahí, en el tiempo y en la historia, otra mujer investiga, intenta escribir una historia que la ha buscado. Es que las almas de los muertos no descansan, buscan, llaman. Las almitas en pena, ¿los angelitos?. Me detengo en el frasco de sal, le pido al mozo, por favor que lo traiga. Quiero comer una omelette con sal, ahí, en el café, mientras escribo esto.



Hacia atrás, en el tiempo, Carlos Gardel se hace lustrar los zapatos en una esquina. Con las manos manchadas por el betún, el lustrabotas canta. En otro lugar de la ciudad, Roberto Arlt escribe rápido una de sus aguafuertes. Teclea, intuye que no le queda mucho tiempo ¿tal vez diez, quince años? En otro café, Jorge Luis Borges recuerda palabras de Rafael Canssinos Assens y las comenta a  algún interlocutor, tal vez un poeta.
 
 
(c) Araceli Otamendi - todos los derechos reservados
 
imagen: fotografía del Café de los Angelitos - vista lateral desde la calle (c) Araceli Otamendi

viernes, 25 de noviembre de 2011

La carta de Gardel - novela - (fragmento)


Después de la lluvia, el pueblo se había inundado, volvía a salir el sol. Decidí aprovechar el día, no quería pasar el fin de semana en el hotel o dando vueltas hasta que abrieran los negocios y la ciudad tuviera vida nuevamente.  La investigación que me había encomendado la señora Nelly estaba dando algunos frutos. Ya sabía algo más de esa mujer, esa empleada que con sus rumores estaba envenenando la atmósfera de la empresa. Saberlo me había costado algunos almuerzos y también algunas cenas.
Yo era una forastera ahí en el pueblo, y siempre es fácil distinguir a un forastero en un lugar chico. No sería fácil despertar confianza. La mujer, llamada Mariela era una mujer solitaria. Había construido su vida alrededor del trabajo y alrededor de eso giraba todo. Era entendible que se molestara por todo lo que hicieran sus compañeros y sus jefes. Cada vez que alguien hacía un comentario acerca de  su vida privada, tenía una pareja, se casaba o se iba de viaje, o tal vez algo menos, algún logro de otro tipo, la mujer entraba en una especie de ebullición. Y empezaba a hablar mal.
Era entendible, pero también era insoportable trabajar ahí adentro con el clima que se había  ido creando.
Uno por uno, fuí invitándolos a almorzar o a comer, fuera de la empresa. Así logré saber lo que
opinaba cada uno de ellos. Aunque no me guiaba ningún propósito que no fuera la investigación encomendada,  recordaba haber leido alguna vez aquel comentario  del filósofo de origen rumano Cioran, siempre se retiraba último de las reuniones, para no ser el tema del que los demás hablaran.

El fin de semana lo pasé remando en el río con Julio, el profesor de tango. Por suerte, a mí también me gustaba remar y al hacerlo hablábamos poco. Andar por el río, entre el agua y los árboles. los sauces de las orillas despejaban mi mente y la compañía de Julio me hacía bien.
La naturaleza y la compañia de Julio, el movimiento del bote por el agua, todo eso me hacía olvidar la última pesadilla, el último animal que había aparecido en mis sueños.
El agua, ahora, tenía reflejos como pequeños soles que brillaban debajo de la superficie. Seguimos la corriente del río, por la tarde vendría la creciente y sería  necesario volver temprano.

(c) Araceli Otamendi - todos los derechos reservados  

jueves, 24 de noviembre de 2011

La carta de Gardel - novela - (fragmento)


   En el Café de los Angelitos, a la mañana se estaba bien. Me senté  en una de las mesas cerca de la ventana, pedí un café. Tomé mi libreta de apuntes y me puse a escribir algunos detalles. La entrevista con Nelly la contadora del laboratorio donde trabaja Mary había sido un par de días atrás. Por momentos, lamenté que el nuevo caso que tenía entre manos me distrajera  un poco del caso de la carta de Gardel. Aunque después de todo, las dos investigaciones que me habían encomendado  tenían en común habitantes del mismo pueblo. Cada vez que viajara hasta ahí, podría seguir buscando nuevas pistas.


   Esa noche, llegué al pueblo varias  horas más tarde de lo previsto. El camino estaba atestado de autos, de camiones, y el ómnibus en el que viajaba había tenido que cambiar las gomas en dos oportunidades.
El detalle de la pareja que baila en el vitraux de arriba hace que me detenga en esa imagen durante unos segundos. Sin embargo no puedo dejar de pensar en la entrevista con la señora Nelly, esa mujer que parece incansable.
Eran las diez de la noche cuando llamé a la empresa desde el hotel, recién había llegado. Pedí hablar con la señora Nelly y ella misma respondió:

- Soy yo, la estaba esperando.

- Sufrí un retraso en el viaje  de varias horas - me disculpé.

- No tiene importancia, puede venir ahora, la espero.


   No tuve tiempo de decir nada más porque ella ya había colgado el teléfono. Me intrigaba lo que me iba a decir, el caso que me propondría y caminé desde el hotel por la calle principal y luego por una calle angosta hasta llegar al laboratorio de especialidades veterinarias. Las vidrieras de los negocios estaban iluminadas y en los bares y restaurantes se notaba el inicio del fin de semana.
   Desde afuera se veían las luces encendidas. El laboratorio estaba en  un edificio antiguo, reciclado. Toqué el timbre, sonó una chicharra y empujé la puerta.
  ¿Sería ella misma, Nelly quien la había abierto ?
   En la recepción había un escritorio, una computadora, varios teléfonos y una agenda. Todo estaba ordenado y supuse que ese era el escritorio de Mary.

    Enseguida apareció la silueta de una mujer vestida con pollera, una camisa y un saco de tipo sastre puesto sobre los hombros y ella  extendió la mano:


- ¿Cómo está? - Soy Nelly.


    La presencia de esa mujer era algo intimidante. Me miraba fijo, como si estuviera estudiándome y le comenté nuevamente el motivo de mi tardanza.

- Adelante - indicó el camino hasta su oficina.

    Ya sentada frente a ella, al otro lado del escritorio, Nelly estuvo hablando durante más de media hora
del motivo por el cual me había citado.

- Algo se pudre en Dinamarca - dijo.

- ¿Usted quiere saber los motivos?

- No, soy yo la que se los va a decir. Hay intrigas en la empresa, rumores. También sabemos que hay alguien que difunde afuera cosas que no deberían saberse afuera.  Y hay una empleada que es la que inicia y desparrama todo.  Además esconde las cosas, los proyectos, muchos papeles no aparecen.

- ¿Se sabe quién es?

- Sí
- ¿Entonces cuál sería mi trabajo?

- Necesito que pase unos días en la empresa, con algún pretexto, tal vez algún trabajo administrativo temporario, eso no es difícil. Necesito que usted estudie cómo se inician los rumores, cómo se desparraman, cómo se tejen las intrigas. Qué es en realidad lo que está pasando. El aire de la empresa se ha vuelto irrespirable, no sé si me explico.

- ¿Me está pidiendo que haga una especie de espionaje?

- No, no es eso. Sabemos quién inicia todo, queremos solucionarlo.

- Tenía entendido que había un desfalco en la empresa.

- Eso no podemos solucionarlo por ahora. Pero no es el tema por el que le quiero encargar la investigación.

- ¿Y por qué pensó en mi para este caso?

- Mary me contó algo de su trabajo. Y pensé que tal vez le interesara lo que le estoy proponiendo.

Nelly abrió entonces uno de los cajones del escritorio y sacó un fajo de billetes y lo arrojó sobre el mueble.

- Son cincuenta mil, he pensado en que puede ser una buena suma, para empezar, para los gastos que tendrá.

- Hábleme de esa persona que teje intrigas.

- Es una mujer, empleada del laboratorio, parecería que durmiera enroscada. Desde hace un tiempo la vemos llegar ojerosa, como si no durmiera bien. Tiene la tez casi de color verde, como si la envidia hacia sus compañeros, hacia sus jefes, hacia mí, le hubiera teñido la piel. La he llamado varias veces al escritorio a conversar, pero no suelta palabra.

   Tomé el fajo de billetes y lo guardé en uno de los bolsillos de mi campera. Afuera, las hojas de los árboles se movían y se escuchaban pasos, como si alguien estuviera caminando en la planta alta.

Nelly me miró y dijo:

- Es la hora en que limpian la empresa.


- Está bien, aceptaré el caso. Necesito que me diga algo más de esa mujer, y también de los otros empleados.

Cuáles son los temas que circulan dentro de la empresa. Qué otros problemas hay.



- Mañana nos vemos, entonces. ¿Puede estar aquí a las ocho?

- Preferiría que nos encontráramos en otro lugar.

- Muy bien, mañana a las ocho entonces, en el bar, frente a su hotel.


(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

miércoles, 16 de noviembre de 2011

La carta de Gardel - novela - (fragmento)




Esta vez el viaje era de día. A más tardar llegaría al pueblo a eso de las tres  de la tarde, pensaba.
La luz del amanecer me impedía dormir, en el ómnibus me dedicaba a mirar el paisaje: el campo, los animales, algunos silos, los tractores trabajando. Después de la Basílica de Luján, ese imponente edificio gótico, enseguida a un lado y al otro del camino se podía ver el verde de los pastos y los sembrados. Y también empezaba a ver altares del Gauchito Gil. Muchos altares, grandes y chicos, con sus banderines rojos, con velas, ofrendas, algunos al borde del camino, otros, más retirados, como pequeñas ermitas, muestra de religiosidadpopular. Era curioso ver esos altares del Gauchito, no se veía  a nadie arrodillado ahí, y sin embargo las velas, los pequeños objetos como ofrendas eran huellas de fervor y presencia. Esta vez iba al pueblo  con otro asunto para investigar, además de la carta.
Mary me había llamado por teléfono. En el laboratorio donde trabajaba, habían descubierto un desfalco. No querían dar el asunto a publicidad pero querían saber quién o quiénes estaban detrás de eso.



Faltan cinco minutos para las seis de la tarde y suena el teléfono. Mary atiende, intuye el destino de la llamada. El conmutador enciende las luces, ya está acostumbrada. Nelly, la contadora, seguramente
dirá que no va a atender. Es ella la que determina quién entra y quién sale en la empresa. También a quiénes se atiende y a quiénes no.

- Nelly, ¿le paso una llamada?

- ¿Quién es?

- Un tal Rubén, dijo Rubén - así dijo.

- No sé quién es - preguntále el apellido y el motivo de la llamada, se oyó por el conmutador.

Mary pensaba que seguramente, aunque el tal Rubén le dijera el apellido, Nelly tampoco lo iba a atender. Nelly estaba demasiado cansada, demasiado harta, como para atender una llamada un viernes, a esa hora.

- Giménez - dijo. - Rubén Giménez

- Decile que no estoy, que no existo.

Mary le contestó al hombre que la señora Nelly se había retirado ya de la empresa. No hubo respuesta del otro lado del conmutador. Mary miró la hora, eran las seis y cinco y pensó que faltaba poco para la clase de tango. Tenía los zapatos en una  bolsa, no haría falta que se fuera a cambiar a la casa.

Cuando se había preparado para salir, la voz de Nelly en el conmutador la llamó:

- ¿Estás ahí, Mary?

- Sí, sí, estoy, todavía estoy.

- ¿Podrías venir un minuto?

- Sí, sí, claro.

Nelly estaba sentada en su escritorio. Afuera la ventana, los árboles del patio. El escritorio de Nelly no estaba mal, era grande. Ella tenía muchas obligaciones ahí en el laboratorio.


- Si tenés tiempo, te quiero contar algo.

- ¿Qué cosa? - dijo Mary

- Una confidencia. - ¿Querés un café?

- Bueno - contestó Mary, pensaba que se hacía tarde para llegar al bar, a la clase de tango.

- Yo te lo traigo . Nelly fue hasta la máquina de café y sirvió el líquido en dos vasos de plástico y los trajo hasta el escritorio.

- Ese hombre, que llamó hoy, nunca me pases una llamada de él.

- Está bien - dijo Mary

- Otro día te voy a contar por qué te digo esto.

Mary asintió. En realidad no tenía ganas de escuchar confidencias, lo único que le interesaba era ir a bailar. Ya había cumplido el horario durante todo el día. Había sido una secretaria perfecta desde las ocho de la mañana. Ahora venía el fin de semana.
- ¿Tenés un ratito más? - dijo Nelly
- Sí, si quiere puedo quedarme un rato más.

- Tomá, aquí tenés el café. - Mirá, vos todavía sos joven, y te parecerán raras ciertas cosas que escuches o veas. Pero yo, quiero que lo entiendas, estoy de vuelta de muchas cosas. Nunca se está de vuelta del todo, eso es así, hasta la muerte, creo yo. Pero ¿sabés por qué no lo atendí a este Rubén que llamó?

- No

- Porque nunca llama ni se acuerda de mí  y ahora que llamó estoy segura de que necesita algo. Y eso es usarlo a uno. Y no tengo más ganas.

- Está bien - contestó Mary sabiendo que llegaría tarde a la clase de tango.
- ¿Cuándo llega esa amiga tuya, la investigadora?
- Ya tendría que haber llegado - afirmó Mary, sin saber que el ómnibus que traía a la detective al pueblo había pinchado las gomas en dos oportunidades.



Cuando  Mary salió a la calle, se veían hombres y mujeres caminando, paseaban, había muchos autos.
Caminó por la calle hasta la segunda avenida. Faltaban pocos minutos para iniciar el fin de semana, como a ella le gustaba, bailando.

(c) Araceli Otamendi - todos los derechos reservados

imagen: foto tomada en la Casa Museo de Carlos Gardel (c) Araceli Otamendi

miércoles, 9 de noviembre de 2011

10 de noviembre DIA DE LA TRADICION - Mi caballo - Ricardo Güiraldes


(Buenos Aires)

Para celebrar el DIA DE LA TRADICION que se estableció el 10 de noviembre publicamos un fragmento de El cencerro de cristal,  Mi caballo, del escritor argentino Ricardo Güiraldes (Buenos Aires, 1892-París, 1927).

Mi caballo

Es un flete criollo, violento y amontonado.
Vive para el llano.
Sus vasos son ebrios de verde y la tarde, en crepúsculo crificado, se enamoró de sus ojos.
Comió pampa, en gramilla y trébol, y su hocico resopla vastos galopes, en sed de horizonte.
La línea, la eterna línea, allá, en que se acuesta el cielo.
Contra el amanecer, cuando la noche olvida sus estrellas, golpéose el pecho de oro, y en la tarde,
enancó chapas de luz.
Iluso, la tierra rodó al empuje de sus cascos; fue ritmador del mundo.
¿Realidad? ¡Qué importa si vivió de inalcanzable!...

  (El cencerro de cristal, 1915)

imagen: Los ombúes (del libro Pulperías y boliches de la Provincia de Buenos Aires)

lunes, 7 de noviembre de 2011

La carta de Gardel - novela - (fragmento)


Dí vueltas por Boedo, caminé por las calles de la avenida, pensaba cómo seguir. Había muchos
bares, declarados notables, con temas de tango, como el de Pugliese. Todavía faltaba leer el
mail de Julio, el profesor de tango. Entré en el bar de Pugliese donde había muchas fotografías del músico. El bar, también más modesto que el de la esquina Homero Manzi en San Juan y Boedo, tenía dos televisores. A un costado, uno de los televisores emitía la programación de la tarde. Cerca de la barra, el otro aparato mostraba el drama de Roberto, un hombre que lamentaba el asesinato de su mujer a manos de su ex-pareja. Se podía ver en cámara la cara del hombre narrando su tragedia. Me preguntaba si los televisores reflejarían la escena durante todo el día. Me senté cerca de una ventana. A media cuadra se veía un cine de barrio. Cerca de mi mesa, una chica escribía en un cuaderno. Una pareja de edad mediana en otra, y más lejos una pareja de un hombre y una mujer mayores. Un hombre solo, vestido de traje, corbata y con anteojos, miraba con seriedad la calle. Colgado de la pared hay un retrato de Carlos Gardel.
Pedí una bebida tónica cuando vino el mozo y empecé a leer:

   "Durante la siesta, le estoy escribiendo a esa hora, no tengo nada que hacer. Los negocios cierran hasta las cinco y todo el mundo se va para la casa a comer, o a hacer algo. Le estoy escribiendo desde un cyber café, uno de los pocos lugares que están abiertos. Entonces salgo a dar vueltas por el pueblo en la Harley-Davidson, voy hasta el río, me quedo un rato ahí, en un boliche. Después, si tengo tiempo llego hasta la laguna y me quedo mirando los pastizales y los patos, las garzas, algunos chicos  se meten en el agua, hasta que el sol empieza a bajar. Entonces me subo a la moto como si fuera a un caballo y salgo para el hotel, a cambiarme. A prepararme para las clases de tango. Tengo muchos alumnos en este pueblo. No sé por qué le escribo todo esto, usted parece tan interesada en el caso de la señorita Ana. Pronto iré a Buenos Aires, tal vez le pueda contar algo que la oriente en el caso.
Hasta pronto,

Julio (el profesor de tango)".

Julio era un hombre más bien callado, como si todo lo que quisiera expresar lo dijera en el baile, enseñando tango.
En la casa de la señorita Ana no había hablado mucho. Una de las conversaciones que presencié entre él y la señorita Ana fue la manera en que Mary o más bien los conejos de la India de Mary habían iniciado las hostilidades entre las dos mujeres.
Mary había traido a su casa dos cobayos, un macho y una hembra y los había puesto en una jaula en el patio.
Al poco tiempo los conejos de la India tuvieron cría y la jaula les quedó chica. Mary hizo construir entonces una casita de madera parecida a una cucha de perro para los pequeños animales. Los conejos podían entrar y salir de la  casa y recorrían el jardín comiendo pasto y plantas además  del alimento que Mary les daba.
Los cobayos siguieron multiplicándose y buscaron nuevos pastos y plantas para comer. Les gustaba mucho pasar debajo del cerco que separaba la casa de Mary de la de la señorita Ana. Hasta que ésta los hacía volver a la casa de Mary tomándolos con las manos, eran tan suaves, y se los devolvíia a su vecina arrojándolos al jardín. Pero un día la señorita Ana se ausentó hasta la noche y los conejos aprovecharon para comer unas cuantas plantas, las preferidas de Ana.
Fue entonces que la Señorita Ana amenazó a Mary con hacerle un juicio. Y fue entonces que Mary decidió dedicarse a salir más cuando volvía del trabajo en el laboratorio, y también decidió tomar clases de tango.
Julio parecía divertido con la historia cuando la Señorita Ana la contó mientras comíamos. Y fue entonces cuando le pregunté a la Señorita Ana si los conejos no habían vuelto a aparecer por su jardín. Era como en el cuento de Cortázar, dijo ella. Se multiplicaban y se multiplicaban y aparecían en mi jardín, eran cada vez más conejos, dijo mientras una sonrisa se le iba dibujando lentamente.

(c) Araceli Otamendi - todos los derechos reservados

imagen: fotografía tomada en la Casa Museo de Carlos Gardel (c) Araceli Otamendi

domingo, 6 de noviembre de 2011

La carta de Gardel - novela - (fragmento)



Era la tarde cuando leí el mail que me escribió Mary. Lo hice en el Café Margot,
también en el barrio de Boedo. Este café fue declarado Café notable en la ciudad
de Buenos Aires y un cartel lo indicaba. El espejo fileteado, el televisor apagado.
Es un bar chico, medio oscuro, más modesto que el de San Juan y Boedo.
Suena un tango con la voz de Gardel. Entonces leo el mail impreso en una hoja de papel:

"Señora:

sé muy bien por qué usted vino al pueblo. Usted está investigando acerca de una carta de Gardel que una antepasada de la señorita Ana guardaba con celo y ella todavía más.
Le aclaro que yo no tengo nada que ver con la desaparición de la famosa carta. Jamás la vi, tampoco me
interesa algo así. Estoy harta de que indaguen en mi vida desde que volví al pueblo. No quiero intrusos en mi mundo, no quiero a nadie en mi jardín. La señorita Ana no hace más que meterse en mi vida. He trabajado muy duro para vivir la vida que quiero. El jardín, mi jardín, es un laberinto. En la solución del laberinto estoy yo. Quizás le parezca extraño todo esto, pero quiero aclararle que si viene nuevamente al pueblo, va a encontrarse con una novedad. Por ahora no puedo adelantarle nada, pero algo va a cambiar pronto.
Atentamente.
Mary

Volví a leer el correo de Mary, no lo entendía. No sé qué quería decir con el laberinto y entendía
la hostilidad que sentía hacia la señorita Ana. Miré hacia una pared, había otro cartel:

"Esta esquina fue construida en 1904 por el inmigrante genovés Lorenzo Berisso". El cartel está fileteado. Hay muebles viejos, un armario antiguo, del techo cuelgan algunos salames. En las paredes, fileteada, está la bandera argentina.

(c) Araceli Otamendi - todos los derechos reservados

imagen: escalera de la Casa Museo Carlos Gardel (c) Araceli Otamendi

martes, 1 de noviembre de 2011

La carta de Gardel - novela - (fragmento)


Mientras subía en el ascensor, luces y sombras se iban dibujando
frente al espejo. El viaje era largo hasta el último piso. Vivía en un
departamento chico, en un edificio antiguo, me bastaba con eso.
Encontré varias cartas.Una de ellas era de un amigo que avisaba vendría
a Buenos Aires en pocos días más. ¿Tendría tiempo de verlo? Aun no lo sabía.
La luz titilante y roja del teléfono anunciaba que había llamadas.
Varios días en el pueblo, investigando el tema de la carta de Gardel
habían hecho de mi casa un verdadero aquellarre. Cartas sin abrir,
cuentas para pagar, llamadas sin atender. Encendí la computadora,
y abrí los mails.
Había dos mensajes de Mary y uno de la señorita Ana. También
un mensaje de Julio, el profesor de tango.
Abrí primero el de mi clienta, la señorita Ana. Me agradecía la visita
y también el trabajo, pero, decía, los problemas continuaban.
El sobrino, Pablo, el adolescente que había quedado huérfano y ella criaba,
la tenía cansada. De recital en recital, de baile en baile. La última vez
había ido a ver al Indio Solari, había cantado en un pueblo cercano.
Vivía escuchando música encerrado en el cuarto. Poco la ayudaba. La rivalidad
con su vecina Mary crecía cada vez más. Esa mujer estuvo en la cárcel,
escribió la señorita Ana. Y usted tiene que saberlo.
Volví a leer el último párrafo: Mary había estado en la cárcel y en el pueblo
se comentaba eso. Había matado a un hombre y había salido en libertad,
la habían absuelto, había sido en defensa propia.
¿Podía ser cierto? Sí, tal vez, Mary tenía demasiado misterio en su vida
como para que eso también fuera cierto.
El correo de Mary y el de Julio quedarían para después. Ahora iba a prepararme
un café doble, cortado con una gota de leche. Y una medialuna. Pero la medialuna
tendría que esperar. Era demasiado temprano y la panadería aún no había abierto.
La señorita Ana era una mujer con cara de pájaro y manos de jardinera. Tenía la
piel demasiado curtida por el sol y a veces usaba un sombrero. Mary tenía una cara
alargada como un retrato de Modigliani, pelo y ojos oscuros. La piel lisa y blanca,
como si nunca tomara sol.
Me senté en la alfombra, bastante deshilachada, con la taza de café humeante y me quedé mirando por la
ventana cómo amanecía. Algunos pájaros ya habían empezado a cantar...
Abrí una de las cartas que estaban en el piso. La letra parecía de un hombre.
La leí rápido. Era de una mujer. Temía que el marido la abandonara, la dejara en la calle,
sin nada, le escondía cosas. Ella le había descubierto una cuenta secreta. Y también otra mujer.
Me preguntaba qué debía hacer.

Ahora tenía un nuevo caso para investigar.

(c) Araceli Otamendi - todos los derechos reservados